(por Omar
Osorio Amoretti originalmente publicado en dilatarlapupila)
Alberto Hernández |
Decía Juan Carlos Onetti que, a diferencia de Mario
Vargas Llosa, para él la literatura no era una esposa, sino una amante: iba a ella
cuando lo deseaba y cuanto lo deseaba. De haber conocido a Alberto Hernández
(Guárico, Venezuela, 1952) hubiera dicho lo mismo, aunque hubiese agregado más.
Para él, más que pareja es un trabajo de horario estricto que realiza con
gusto. Y la verdad es que le ha rendido frutos: ya tiene en su haber más de
quince títulos de poesía, cuatro de narrativa y tres de ensayos. Es un hombre
que ha vivido para la literatura, a pesar de que fue ella la que lo encontró.
La publicación de 70 poemas burgueses (Bid & co. Caracas) fue el
incentivo de esta conversación que va más allá del libro y se aproxima a
aquellos espacios colindantes que hacen posible su creación.
Omar Osorio Amoretti: Alberto,
antes de comenzar la entrevista sobre, hasta los momentos, tu último poemario
me gustaría que habláramos un poco sobre cómo llegas a la literatura o qué
circunstancias te llevan a ella. Tengo entendido que desde muy temprano tienes
un contacto cercano con este arte, primero con tu padre (quien te contaba
historias) y luego hay otro hecho importante: tu estancia en Europa. ¿Por qué
precisas que tu vivencia europea marca tu voluntad de escribir?
Alberto Hernández: La
literatura llegó a mí, no yo a ella, por intermedio de un primo que se reunía
con mi padre. Él era profesor de Castellano y Literatura en el Liceo de Valle
de la Pascua, Venezuela. Se trataba de Guillermo Loreto Mata, quien era muy
cercano a mi papá. Yo los oía conversar acerca del país, de historia y de
personajes de la literatura. Eran conversaciones muy afectivas en tanto que
ellos trataban a los autores como si fuesen sus amigos, cuestión que quedó
marcada en mí. El pueblo donde yo vivía, donde me crié hasta los 16 años,
ofrecía la posibilidad de soñar por lo apacible y porque había mucho espacio
para las aventuras, para los juegos. De manera que entre las palabras de esos
hombres y mis peripecias infantiles se fue armando una atmósfera propicia para
comenzar a trazar en papel historias y poemas. Eran cosas muy malas. Pero
también estaban los libros, sobre todo de literatura venezolana. Entre ellos
los de Miguel Otero Silva, Uslar, Armas Alfonzo, un deteriorado libro de Ramos
Sucre, hasta textos de autores locales que hoy no recuerdo. Mi padre había
leído a algunos autores rusos. Me acerqué a ellos y los vi con miedo porque no
los entendía, pero hoy recuerdo a Esenin, a Chejov.
Cuando marché a España, graduado de bachiller y con
la intención de estudiar medicina, ya llevaba algunas lecturas. Entonces ya
conocía a Armas Alfonzo, a Liscano, a los dos Garmendia, a Meneses, a Adriano
González León, a Pocaterra, a algunos poetas que hacían vida en Valencia. A
muchos más. Y llevaba en mi morral de viaje unas líneas mías. Salamanca y
Madrid me marcaron. Sobre todo el barrio Lavapiés donde sentí una fuerte
atracción por sus calles, por la gente que allí vivía. La soledad, la lejanía
familiar…todo eso contribuyó. Yo compraba libros viejos en El Retiro, en El
Rastro, en librerías sombrías donde me tropezaba con páginas de autores
españoles y latinoamericanos. Mientras tanto, escribía relatos, poemas, algunas
crónicas. Soñaba con el periodismo. Mis estudios de medicina se truncaron
porque había mucha inseguridad en cuanto a nuestra presencia en Salamanca,
donde estuve unos cuatro meses. De allí nos enviaron a la Complutense, universidad
a la que asistí irregularmente durante casi dos años. Terminé involucrado en
pequeños percances, digo políticos porque era una dictadura la que gobernaba
ese país; percances que me trajeron de nuevo a Venezuela. Yo me había marchado
de Valencia, pero cuando retorné me instalé en Maracay donde estudié Castellano
y Literatura en el Pedagógico. Comencé a hacer periodismo en mi etapa de
estudiante. De modo que puedo decir con certeza que mi estancia en España y
viajes por algunos países de Europa influyeron en mi voluntad de escribir.
Influyeron porque había mucho que ver, aprender, escuchar. Me impresionó
Castilla. Todos esos pueblos donde nació nuestra lengua. Los autores del Siglo
de Oro. Me impresionaron los museos. Seguía oyendo las voces de mi padre
y del primo en el patio de mi casa del Llano. La narrativa y poesía venezolanas
continuaban tocándome de cerca. Y eso fue lo que me llevó a estudiar Literatura
Latinoamericana.
A.H.: Yo salgo del país en 1971. En
plena efervescencia política estudiantil.
O.O.A.: ¿Qué edad tienes en ese
momento?
A.H.: 18 años. De modo que aún era
el muchacho medio campesino que había salido del Llano a terminar el
bachillerato en Valencia, Venezuela.
O.O.A.: Tu primer poemario publicado
es, si mal no recuerdo, La mofa del musgo, en 1980. ¿Estarías de acuerdo
si afirmo que, desde una perspectiva biológica, perteneces a ese grupo de
escritores que entran al ruedo literario cuando su vida, por decirlo así, ya
está hecha?
A.H.: Sí, digamos que sí. Aunque
comencé muy temprano a escribir, fue en 1980 cuando salió ese libro, muy
irregular, pero mi primer libro. Tenía yo 28 años. A mí me ha costado mucho
este viaje por la escritura porque vivir en la provincia te hace ver muy lejano
de los círculos literarios de la capital, que es donde se mueve todo. Este ha
sido un país muy capitalino. Y en Maracay la pobreza para organizarse ha sido
muy tortuosa. Pero creo también que ha sido positivo entrar a ese ruedo, como
tú dices, con mi vida “ya hecha”, porque no era un improvisado. Es decir, había
vivido. Escribía en los periódicos locales, a veces en los de Caracas. Venía
del teatro, estaba inmerso en el mundo de la cultura, daba clases de literatura
en liceos y universidades, estaba en muchas actividades que me ayudaron a
guardar reposo en el sentido de no correr hacia la fuente de la eterna juventud
literaria, porque aquí hay gente que cree que no llegará a las canas y rechaza
las generaciones anteriores. Afortunadamente, son pocas las personas que
no ven la Venezuela de sus abuelos verbales. Cuando digo esto me refiero a los
míos también. Aunque en este país el parricidio literario es una extrañeza, nos
topamos con la mezquindad e ignorancia de algunos. Pero ese es otro tema, que
por lo escabroso dejaremos descansar.
O.O.A.: Una de las cosas que siempre
me ha llamado la atención es tu capacidad de trabajo. No solo escribes mucho,
sino también en varios géneros. En el caso de los 70 poemas burgueses,
me gustaría saber cuánto tiempo te tomó la composición definitiva del poemario.
¿Se trata de un texto relativamente reciente o se estuvo puliendo por décadas
hasta hoy?
A.H.: Ese es un libro de textos
recientes, pero también de poemas cuajados en la memoria. Algunos nadaban por
allí. Y no me atrevía a escribirlos. Por ejemplo, el poema “Clochard” es un
material que siempre me llamaba. Hasta que salió y entró en el libro. De manera
que podría afirmar que tuve alrededor de dos años para componerlo. Lo
pensé mucho. Lo revisaba a diario. Hasta que sentí que ya no daba para más
y se publicó.
En cuanto a la primera parte de la pregunta: soy
periodista desde muy joven. Mi primer “trabajo” en un periódico fue publicado
cuando yo tenía 13 años. Luego, ya en Maracay, comencé a trabajar en diarios
hasta lograr la colegiación. Debo decir sin jactancia que tuve maestros
extraordinarios en este oficio. Nombro a Héctor Mujica, a Jesús Sanoja
Hernández, a Luis Alberto Crespo, a José Pulido, quienes me dieron la
oportunidad de escribir en El Diario de Caracas y en El Nacional,
respectivamente. En el caso de José, un poco después de que Tomás Eloy Martínez
se marchara. Aunque logré hablar con él un par de veces. Era un hombre seco
pero muy amable. Así lo sentí. Son muchos los que me enseñaron sobre todo en el
periodismo cultural, aunque otras fuentes no me son extrañas. Pero eso trabajo
varios géneros, varios discursos literarios. Me cautivan la crónica, el
reportaje. No tanto las entrevistas, aunque he hecho muchas que se han
convertido en libros. Y de allí los cuentos y relatos que he escrito. Una cosa
se relaciona con la otra.
O.O.A.: Fíjate que en cierta
medida compartes actividades históricamente propias de los escritores del siglo
pasado, en especial esa relación entre el periodismo y la literatura. Pero hay
otro elemento destacable, que es la formación académica. Una de las que más
salta a la vista en el plano del conocimiento es la popularidad del periodismo
(sin duda gracias a la proyección masiva que tiene) con la clandestinidad
forzada de, por ejemplo, las revistas de divulgación humanísticas. Y teniendo
tú ambos conocimientos académicos (teorías literarias, conocimiento histórico
literario, metodologías de la investigación literarias) y periodísticos (acceso
a las fuentes vivas, facilidades de difusión, etc.) veo que mantienes una
mesura entre ambas. ¿No has pensado en algún momento usar todo el conocimiento
académico (por muy complejo que sea) en los medios periodísticos? Lo digo
porque siempre se le ha criticado a los periodistas culturales que sus ideas
son precarias, que no leen los libros que reseñan o, peor aún, que sus páginas
no aportan nada al conocimiento de la cultura.
En este sentido, ¿puede la crítica literaria formar
parte del periodismo cultural o pertenecen a espacios antagónicos? ¿Academia y
diarismo es igual a agua y aceite?
A.H.: Bueno, yo leo los libros que
reseño, registro o critico. La crítica literaria en los medios masivos no es
muy graciosa para muchos, porque contiene un lenguaje especializado, a veces
críptico y hasta pedante para muchos lectores. Concilio ambos oficios porque yo
no los separo: un relato tiene mucho de periodismo en el uso de los diálogos,
en el tratamiento de los personajes. Toda noticia es sensible de convertirse en
literatura. Una canción como “Contigo en la distancia” tuvo en Liendo motivos
para una novela. Felipe Pirela, su vida y sus canciones se hizo una historia
literaria gracias al talento narrativo de José Napoleón Oropeza. Y así.
No creo que esos discursos o lenguajes sean
antagónicos. Son complementarios. Se ayudan uno al otro. Claro, no se debe
abusar de ellos. No veo que diarismo y academia sean agua y aceite. He leído en
los grandes diarios del mundo notas en las que se siente que el periodista
tiene cercanía con la academia. En todo caso, eso depende de la cultura del periodista,
del sustrato cultural de quien ejerza el periodismo. Hay periodistas mediocres
y los hay talentosos. Hay periodistas ignorantes y los hay cultos. Así como hay
escritores malos y escritores de talento. Escritores cultos y escritores
ignorantes.
Alberto Hernández. foto:Frank Montanez ©2014 Denver |
En alguna ocasión me he valido del discurso
académico para hacer una nota periodística, más allá del cuándo, del dónde, del
por qué, de las preguntas de la tradición. Claro, se trata de periodismo
cultural. No haría una nota de sucesos con ese lenguaje. Se debe ser más
cercano a la realidad, más objetivo. Una nota informativa en la fuente de
cultura podría convertirse un pequeño ensayo, ¿por qué no? Hoy los géneros
están casados.
O.O.A.: Volvamos al tema anterior. La
lectura del poemario me llevó a establecer la siguiente percepción: hay un
aspecto notable, y es la presencia de lo superficial o de algunos referentes de
la cultura de masas como motivo de construcción poética. Sin embargo, no estoy
seguro de que se pueda interpretar que el libro pretende, a juzgar por el
título, desnudar a la clase media a través de la lírica. Por eso no dejo de
preguntarme, ¿dónde está lo burgués en estos “poemas burgueses”?
A.H.: Sí, la banalidad. Son poemas
en los que me quise burlar de mí mismo. Desde esa perspectiva, siento ser parte
de la ironía que nos hace cómplices de tanta superficialidad. En mi caso, soy
consumidor de novelas negras, pero también de películas de corte policial. Por
eso aparecen ciertos personajes de series de TV. Si Bukowsky era un borracho
buscapleitos y vaciaba su rabia y sus frustraciones en sus cuentos y novelas,
¿por qué no escribir acerca de esas cosas que a diario vemos en la televisión?
Si Nicanor Parra hace lo que hace, por qué no encarar la superficialidad que
respiramos. Nunca he usado Versace, pero un poema sí puede hacerlo. Tampoco Victoria´s Secret ni he sido dama de
compañía, pero un poema sí puede perfumarse y ser hasta una damisela. Todo el
mundo ve televisión, mucha gente se ufana de la moda, de los personajes de la
farándula. ¿Por qué no hacerlos parte de un libro de poesía? Nada es ajeno a la
poesía. Vivimos en un mundo rodeado de banalidades, de vanidad. De máscaras. De
una espantosa cursilería que provoca urticaria. El poder político es tan
vanidoso que ha destruido un país.
Algunos lectores del libro han hablado de una
crítica a la clase media. Otros que es un libro que cuestiona la actual
realidad que nos asedia. No cuestiono ninguna de esas percepciones. Las
celebro. Me parecen válidas, aunque no haya sido mi intención andar por ese campo
minado. Yo escribí ese libro para joder un poco, para divertirme, para también
llorar. No lo niego. Lloro por cualquier cosa que me conmueva. Es decir, lo
escribí por necesidad.
Todos somos burgueses de algún modo. A mí me gusta
mucho ser burgués. Y lo digo también con ironía aunque la realidad sea un lucky
punch al hígado, porque todos buscamos alcanzar un nivel de vida que nos
saque de todas las pobrezas: de la material, de la espiritual, de la cultural.
Un muchacho de un barrio popular carga un teléfono de última generación. Igual,
sobre su techo de zinc se puede ver una antena de DirecTV. Veo hacia los pies
de alguien que sé no tiene capacidad adquisitiva suficiente y me deslumbran sus
zapatos de precios escandalosos. Las tarjetas de crédito han revisado la
conciencia de quienes se aterrorizan ante los dientes de la ruina, pero siguen
gastando.
¿Dónde está lo burgués en el libro? Quizás en el
tono, en algunos contenidos. En los personajes. En las ganas de desmitificar el
título de un libro de un poeta como Víctor Valera Mora, sin olvidar que el
Chino también nos enseñó mucho a leer la poesía de la calle. Hay cierta
cursilería en la poesía panfletaria de Víctor Valera Mora. Creo que los 70
poemas stalinistas de Valera Mora también llevaban mucha carga de ironía,
aunque él se arrancase la piel por la revolución. Pues, entonces, ¿por qué no
mirar el mundo desde el otro lado? El cadáver de Stalin está congelado en
una urna. Y hace juego con el de Lenin. También el cadáver de la revolución fue
maquillado por Julio Miranda. Igual, el cadáver de la burguesía está tan vivo
que lo celebramos. Que alguien me diga que no desea tener aire acondicionado en
su casa. Dormir en buena cama. Viajar. Hoy todo el mundo viaja. Hay gente que
apenas balbucea el español y nunca ha ido a Chivacoa, pero se pasea por las
calles de Tokio, Beijing, Moscú, Sofía, Miami, Nueva York, Londres, París.
Otros, sin haber consultado un diccionario se valen de palabras que no les
caben en la boca. Inclusive de otros idiomas que no conocen. Y luego, las
foticos en Facebook. Que me digan si
eso no es un sentimiento burgués, muy vanidoso. Entonces entra la conspiradora
poesía y reina sobre los buenos o los malos deseos de quien aspira a tocar el
cielo con su Master Card.
O.O.A.: Qué curioso, tú dices que
todos somos burgueses en algún sentido (entendiendo que, a pesar de eso, existe
la burguesía propiamente dicha), y tal vez el elemento fatuo sea inmanente a
esta clase, pero también recuerdo a Marx decir que esta había sido la más
revolucionaria de todas las clases existentes en el mundo, precisamente por la
capacidad que ha tenido de renovarse a lo largo del tiempo. Eso incluye, a mi
parecer, al arte que se produce hoy en día. Ahora bien, ¿no crees que esa
ironía implica cierta inconsciencia de esa relevancia histórica que tiene la
burguesía?
A.H.: La misma ironía destroza la
teoría marxista. Burgués o no, creo que lo relevante es que quien viva,
escriba, ame o flote como los fantasmas, lo haga bien. No concibo a un fantasma
que se arrastre por el piso. Menos que un ser humano viva mal. O coma
porquerías de la basura. O que alguien que se diga poeta, narrador o ensayista
escriba mal. Que irrespete el idioma. O maltrate, porque le venga en ganas, a
otro ser humano. La humanidad tiene que ser aristócrata, en el buen sentido de
la expresión. Un tipo que insulte a otro en la calle no puede merecer ese
título. Aquí aparece la palabra aristocracia, que tiene un significado muy
delicado. Porque está ligada con el buen gusto, con la elegancia, con la calidad
de lo que se hace. Existe una aristocracia del comer, del vestir, del escribir,
del amar. Eso no lo veo mal siempre y cuando exista justicia social. Creo en
eso. Es muy probable que esté equivocado, pero creo que el ser humano debe
propender hacia ese objetivo: ser más delicado con el otro. Ser un ser humano.
O.O.A.: ¿Por qué en el título se habla
de 70 poemas cuando en la práctica hay 73?
A.H.: He allí la ironía. La
matemática es exacta. La poesía, no. Nunca sobra un poema. Titular un libro 73
poemas burgueses suena muy exacto, muy sospechoso, digo. Si el número es
redondo, digo otra vez, me siento más cómodo, menos vigilado por mí mismo. Y el
poema también.
O.O.A.: Después de haber tenido una
experiencia prolongada con este género, ¿cuál es tu concepto de la poesía y
cuáles son sus implicaciones al momento de escribirla?
A.H.: La poesía es una sombra que me
sigue. Desde muy joven me asaltan imágenes en las que creo hay poesía. Por eso
resumo que la poesía es un acoso. Una constante verbal delicadamente peligrosa,
por eso Valéry dice que “en el lenguaje verdadero, auténtico, la palabra cumple
con una función que consiste no en representar, sino en destruir. Hace
que las cosas se desvanezcan. Produce la ausencia del objeto: lo anula”.
Así puede ocurrir con quien escribe poesía: anularse frente al Otro si no sabe
qué hacer con ella. Manipuladora, la poesía como revelación, transgrede. Como
esfuerzo, hiere, mata.
El poema se establece en el papel. Es un aparato,
como dice Paz. De él, del poema, se saca el zumo: la poesía aparece despeinada.
Sucia como una puta. Tocarla significa lavarla, ennoblecerla. Hacer de una
imagen poesía implica el riesgo de perderte. Creo que la pasión es la que mueve
al que escribe poesía. No puede haber poesía si quien la busca no está invadido
por la pasión, por una cierta conmoción metafísica. Por el riesgo de anularte.
La poesía es eso, un peligro latente.
O.O.A.: Alberto, una de las
razones comprobadas por las cuales en la actualidad la poesía es un género
minoritario y un tanto periférico radica en la dificultad extrema que tiene
para los lectores. No es difícil encontrar a gente que diga cuando se habla del
tema: “No sirvo para la poesía”, o bien: “Soy muy bruto para entender eso”.
Aquello que en los cuarenta el padre Pedro Pablo Barnola advertía con el mote
de “la poesía que no se entiende” como un problema para la lírica en el futuro
se ha instalado de pleno en nuestra cultura contemporánea. Y quizá por eso creo
que es importante que dilucides un poco sobre cómo podría llevarse a cabo la
lectura de un poema hoy en día. No hablo de uno tradicional, sino de esos que
incluso tú mismo haces con esta nueva publicación.
A.H.: Mira, yo creo que es un asunto
de sensibilidad. Conozco gente que quiere leer y hasta escribir poesía y luego,
al no poder, piensa en el suicidio. Por supuesto, creo que es necesario tener
un poquito de talento, un poco de ociosidad. Esa locura que se arrastra
interiormente y emerge cuando le da la gana.
La escuela ha servido para alejar a los estudiantes
de la poesía. No hay peor enemigo de la poesía que la escuela. Los maestros son
ignorantes en esa materia. No saben leer. No han leído nunca un poema. Y muchos
que se dicen bien preparados nunca han leído un libro. A mí me cuesta mucho
teorizar sobre eso. Los talleres literarios han servido de recurso para quienes
tienen vocación. Y hasta son poetas. No me gusta calificar, pero es así. En un
país de poetas, es difícil tener claro ese tema. A veces siento que hay más
poetas que habitantes. No sé si eso es bueno o malo. En mi caso, yo busco
lectores. Y que me perdonen los aspirantes a poetas. Pero primero se debe ser
lector. A mí no me da vergüenza decir que aprendí a declamar en mi tierra. Oía
las coplas, el contrapunteo. Y cuando quería bromear y divertirme declamaba en
público. Poemas tradicionales, muy musicales. Pero eso es pecado hoy día.
O.O.A.: ¿Estás de acuerdo con esa
frase antigua que afirma que “el orador se hace, el poeta nace”?
A.H.: No sé qué decir al respecto.
Me parece como un juego de azar.
O.O.A.: De toda la producción lírica
que tienes hasta los momentos considero que tu mejor obra es El poema de la
ciudad, del año 2003. Te he mencionado en otra ocasión que es uno de los
textos poéticos más representativos del siglo XXI que he leído, de la misma
línea compositiva de Santiago de León de Caracas (1967), de Ramón
Palomares. En lo personal, ¿cuál sería tu mejor libro?
A.H.: Podría anotarme en esa opinión
tuya. El poema de la ciudad tiene el talante de ser un registro histórico,
humano, poético de mi acontecer como habitante de una región, que podría ser
cualquier región del mundo. Por esas páginas se pasean personajes, lugares,
dolores, etc., que me han marcado. No soy el más indicado para hablar de él. Es
un libro que quiero mucho.
O.O.A.: ¿Has mantenido contacto con
las nuevas generaciones de poetas? ¿Ves alguna diferencia entre la forma
dinámica cultural de hoy en día y la de, digamos, los años noventa?
A.H.: Sí, hay diferencia. Me muevo
entre jóvenes poetas, narradores, músicos, pintores. Mi trabajo pedagógico
continúa, pero sobre todo converso, leo, reviso. Es una experiencia
enriquecedora. Y cuando digo que hay diferencia, me refiero a la tecnología, a
los medios que usábamos en el pasado en comparación con este ahora tan
complicado a veces. Siento que hoy hay más oportunidades, a pesar de que hay
menos periódicos y revistas literarias. Pero eso ha empobrecido a muchos desde
el punto de vista de las experiencias. Conozco jovencitas de quince años que me
dicen que están escribiendo una novela. ¿Cuánto ha vivido este ser humano para
escribir una novela? Otros ya son Rimbaud por haber escrito unos poemas en un
blog. Las redes sociales han inventado pequeños monstruos, que hasta sagrados
se sienten. Es muy lamentable. No niego la calidad de algunos, pero su
humanidad se ha empobrecido. Yo recuerdo que cuando venía a Caracas podía
sentarme con Orlando Araujo, con Ludovico Silva, con Denzil Romero, con
Caupolicán Ovalles, con el Chino Valera, con Ángel Eduardo Acevedo, con José
Vicente Abreu, con Eduardo Casanova, con Vicente Gerbasi, con Héctor Mujica,
con Miguel Otero Silva, con Cadenas, con Eugenio Montejo, con tantos maestros
de nuestras letras. Y uno terminaba borracho con ellos. Bueno, con algunos. Y
aprendíamos de sus experiencias. No había arrogancia. Aunque por ahí andan
algunos sonámbulos que fueron niños mimados del pasado y hoy se han revelado
cortesanos del Palacio de las Rojísimas Mofetas, un poco para parodiar a
Reinaldo Arenas. Esos perdieron su pasado y el afecto del país. Y hasta dejaron
de escribir.
Caracas, 30 de abril de 2015.
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