—por Alberto
Hernández—
Hacer un libro desde el olvido. Desde lo que podría
ser el olvido. La lucha contra la desmemoria: allí está el olvido, zumbando,
alargando el tiempo, borrando una vieja carretera, el espinazo del horizonte,
un cocotero, una casa, la mirada de la abuela o la mano que traza sobre una
tela.
El olvido es un hueco frente a la mirada. También un
agujero que conduce a la angustia, a la desazón. Olvidar es perderse en el
mismo paisaje que se olvida. O en el rostro que hace un rato estuvo ante los
ojos mientras las palabras recorrían el viento de la costa. O el espeso
silencio de un apartamento.
Mientras llueve el olvido se convierte en tema.
Gotea igual. Se empoza el agua de la memoria. Aparecen puntos luminosos que se
organizan en textos escritos. En la manera de caminar, decir o mirar de la
familia. Los olores, los colores, los dolores, la vida y la muerte. Pero
olvidar no es un castigo. Es una ilusión. Nada se olvida. Todo ha quedado en
reserva. Guardado en el algún lugar, en la memoria de otro.
Olvidar es regresar al mismo sitio todas las veces
que la memoria obliga a nombrar un paisaje, el color o el calor de un sitio.
Deletrearlo con la boca cerrada, con los ojos abiertos, hasta que el nombre, el
apellido, el sonido perdido se conviertan en presente, en el instante de querer
regresar al pasado con todos los enseres del recuerdo.
La lucha contra el olvido la hallamos en los libros,
en los papeles guardados en gavetas, en tarjetas postales, en servilletas, en
un grafiti, en alguna palabra escrita en la pared. En un objeto que nos habla. O
en un eco. La tradición de la escritura para recobrar lo perdido la encontramos
en algunos autores de nuestro patio. La familia que abunda en las páginas, la
que recorre los pasillos de la casa, la que se hace sombra bajo el sol, la que
se exilia y no regresa, la que juega con los animales, la que cultiva un
jardín, la que toca un piano, la que nombra los lugares habitados y ahora
relegados.
Por ese sendero nos encontramos con Teresa de la
Parra. En sus “Las memoria de mamá Blanca” está el país de la “evocación de una
infancia encantada”, como escribe Mariela Álvarez en el prólogo de la novela
editada por la Biblioteca Popular Eldorado de Monte Ávila Editores en 1972. Y
así en “Ifigenia”, la narrativa de una ciudad que no se quiere olvidar. La que
se niega a no ser.
Para sólo mencionar algunos ejemplos (no me alcanza
la memoria) me valgo de “El exilio del tiempo”, de Ana Teresa Torres; de toda
la bibliografía de Alfredo Armas Alfonzo, Miguel Otero Silva, Uslar, Meneses,
Pocaterra, Bernardo Núñez; de “Mi padre el ausente”, de Alejandro Padrón; de
mucha de la obra de Eduardo Casanova; de la poesía de Yolanda Pantin; de
“Expediente familiar”, de Miguel Szinetar; de “Amores y castigo”, de Federico
Vegas, y así de tantos otros que han tenido en la costra del país el asidero
para ser escritos.
La vida familiar, su paso por la tierra. Los
designios de los apellidos. La herencia. La biografía del olvido. El poder de
los muertos. Esas sombras de la memoria que continúan recogiendo los pasos en
los que aún viven y tratan de reconstruir su historia: sus miserias, sus
triunfos, sus emprendimientos, sus amores. La vida y la muerte.
2.-
Felipe Márquez Brandt igual se entregó completo en
“Gotas de Olvido”, publicado por la Editorial Ex Libris de Javier Aizpúrua, en
Caracas 2016.
Felipe Márquez hace un retrato desde su memoria.
Desde sus “olvidos”, desde los aromas que su infancia y demás días conservan.
Desde el paradisíaco país que contuvo en su vida. Desde los nombres que lo
hacen repetirse en y a sí mismo, en fijar en un cuadro el universo familiar del
que disfrutó y aún disfruta con los recuerdos.
Este libro, cuya edición contó con su talento de
artista gráfico, se lee con la misma actitud con que se sienten los espacios en
blanco y los títulos movidos, colocados sobre la piel de la hoja no como
tradicionalmente se ha hecho. Palabras sobrepuestas que provocan en el lector
una sensación de traslación, de viaje más allá del texto que se lee.
Y, en efecto, este es un libro que viaja por el
interior de un país. Que nos viaja en la sangre de una familia que ha dejado
una marca importante en la Nación artística. Felipe cuenta, relata y hace
poesía con su herencia: cada título, cada nombre, cada línea: todo aliento que
aquí se siente es parte de nuestra historia, si se quiere personal, toda vez
que hemos compartido la obra y el relato de una heredad que es el país: todo
artista, toda obra que se sostenga, es ya patrimonio. Y desde esa perspectiva,
Felipe Márquez nos habla de todo ese legado.
He leído este libro como se lee un libro íntimo,
como una carta, como un regalo. Como se lee un país que ya no está entre
nosotros, como dejó ver Ricardo Ramírez Requena en el breve prólogo. Un libro
en el que hay personajes que el lector conoció, que el lector leyó y que ese
mismo lector supo de la obra plástica y literaria de una familia donde abundan
aún muchos creadores. Un libro de gente que comenzó a labrar la democracia que
hoy casi ha llegado a su fin. Un libro que reconcilia con aquel pasado que aún
martilla nuestra quebradiza memoria.
Los títulos de cada “olvido” que consagran el libro
así nos convencen:
“Textos posibles para un personaje titulado Felipe
Márquez”, “Intento de prosa”, “El comienzo de otro día”, “Espacio posible”,
“Escucho el Quinteto Contrapunto”, “Monseñor”, “Los dibujos de Mary Brandt”,
“La churuata”, “Camurí Grande”, “Castillos de arena”, “Julia Sofía Brandt”,
Turner y Van Gogh”, “Berna”, “Tío Gustavo”, “Celedonio Lira”, “Federico
Brandt”, “María Dolores”, “Mariela”, “Federico”, “Dumbo”, “Elisa”, “Ani
Villanueva”, “Arturo Uslar Pietri”, “Lupita” (con este relato, Felipe Márquez
fue finalista en el Concurso de Cartas de Amor de Montblanc, 2005); “José
Gregorio Hernández”, “Yarmina”, “Javier”, “Belle endormie”, “Dymo”, “Cutufí”,
“Madame”, “Luis Richter”, “Hernán Chacón” y “Aedos y rapsodas”.
Padres, hermanos primos, parientes, amigos, vecinos,
brujos, choferes, conocidos, ciudades, pueblos, viajes. Personajes de la casa y
de las afueras. Un retablo de voces que formaban la Venezuela de aquellos días,
de la cual fue testigo y protagonista el autor. Una literatura que emerge de lo
cotidiano, de los retazos de memoria que flotan como improntas en la existencia
de Felipe Márquez.
Personajes que forman parte de la bibliografía de
este país, de la biografía de una familia de inventores, de emprendedores, de
alucinados y lúcidos. Personajes que jamás serán borrados porque construyeron
la memoria, ese “olvido” hecho páginas gracias uno de sus herederos.
4.-
Para estar cerca de estos “olvidos”, unas líneas:
“Textos posibles para un personaje titulado Felipe
Márquez:
No creo en el tiempo lineal. Un segundo puede durar
una eternidad y la eternidad puede caber en dos o tres segundos.
Toda imagen debe ser un acontecimiento vivo,
respirable y en expansión.
Vivir es devorar las formas del tiempo.
Mi vida se resbala con lentitud a mercede de una
empinada ladera.
He retirado mis naipes no me atrevo a apostar.
Camino ecléctico y bifurcado. Desesperada pasión.
Incólume regazo que apacigua todos mis sentidos.
Tan sólo prevalece la sugerencia como atisbo de una
posible creación.
Entiendo que la vida es brisa y sortilegio.
Oriento mis pasos tentativos. Constelación apacible
recubierta de flores.
Lleno mi vida como la lluvia reciente al caer sobre
una ciudad imaginaria.
Extraño la vertiginosa sapiencia de un coleccionista
investigador.
Me observo de soslayo en el espejo y aparece un
poderoso dragón. Vivo rodeado por seres imaginarios cubiertos de estrellas
fugaces.
(…)
Me duele el pasado como una costilla rota.
(…)
El tiempo es una ilusión y el cuerpo también”.
Un retrato por donde pasa el autor. Por donde
registra y es registrado por sus fantasmas. Por los duendes de su memoria. Por
ese dolor, símil de la constatación de la existencia.
El olvido, enmarcado en las paredes de una vieja
casa, revela esta oración como si hablara del país todo:
“Añoro la playa de Camurí Grande”.
Y luego el recuerdo de los hermanos muertos, del “infartado”
a tan corta edad, la de “Dumbo”, novelista y personaje de una época. Sus
hermanas, el mar. La ciudad. Los juegos y la poesía hecha presencia diaria.
En “Espacio posible”, parte de ese “olvido”:
En aquella habitación recubierta de música diversa ocurrían
muchos sortilegios. Como a las 7 pm, rodeados de buena intención, mi padre
Monse y Clementina Octavio comenzaban a bailar armoniosamente un vals de
Evencio castellanos. Luego se levantaba José Andrés y sacaba a bailar a Julia
mi mamá pintora. Eran cronopios que habitaban un inmenso espacio posible, todo
lucía más sencillo. Era el año de 1965”.
La cantidad de personajes célebres, entre ellos
Federico Brandt, aquel pintor díscolo e inteligente que nos dejó muchas obras,
hoy relegadas casi al olvido, convierten este libro de Felipe e un recuento de
nuestra ansiedad por el recuerdo.
Otro “olvido”, el dedicado a su padre:
“Monseñor:
El presente intento de biografía significa mucho
para mí.
(…)
Augusto Márquez Cañizales nació en el poblado de
Chejendé, esto Trujillo, el día 25 de septiembre del año 1910…”
Nuestro autor revisa la vida de “Monseñor”, su
exilio en Chile, sus distintos viajes como diplomático, su obra como gobernador
del estado Aragua en 1959…su bondad como hombre de familia y como emblema de
amistad.
(NOTA: Creo que este libro debe convertirse en un
“olvido” donde todas las memorias sean parte de él. Un bello texto que nos
reconcilia con el país que hemos dejado atrás.
Debo a mi amigo Eduardo Casanova Sucre, pariente del
autor, mi conocimiento de Augusto Márquez Cañizales, quien fundó la Casa de la
Cultura de Maracay e hizo un trabajo impecable como gobernador en los inicios
de la democracia en Aragua).
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