—por Alberto
Hernández—
El poema se comprime. Habla desde su densidad. Dice
desde su silencio. Desde la semilla que es. Desde el sombra que lleva a cuestas
cuando es un sueño. Cuando sueña con el soñador. Cuando es el sueño el que
aparece y redobla sus imágenes a través de dos o tres versos.
El poema comprime.
El poema comprime al lector y lo desaparece. La
tensión sintáctica del texto lo silencia.
Una vez más Carlos Vitale nos oculta, nos lleva por
sus sueños a través de una voz que habla desde la oquedad. Una vez más, ahora
con “Duermevela”, Editorial Candaya, Barcelona, España 2017, se resiste a
extenderse sobre el mundo. Sus poemas ocupan un trozo del alma que a diario no
vemos. Son poemas de una expresividad precisa: nos dice y se va, pero quedan
-entre el sueño y la realidad exterior- flotando los sueños que lo contienen.
El poema del insomne viaja de un sueño a otro. Marca
la ruta de la vigilia. Tiene un acento inmanente: no deja de ser pese a que es
parte de una ilusión. Y un poema, un trozo de espíritu sobre el papel, es sólo
una ilusión, el decantamiento de quien de noche sueña poemas, los guarda y
luego los vacía ante nuestros ojos.
La “ignorante vigilia” acomete al lector. El que
escribe estos versos nos lee desde un instante, desde la placidez de quien está
a punto de hundirse en la niebla del sueño. Duerme y vela a la vez. Vela y no
se duerme: escribe y deja el papel al lado del cuerpo que viaja en una nebulosa
marcada por voces y silencios.
“Cuando
la poesía me visitaba
en sueños
siempre
dejaba
alguna huella
muda”.
El silencio. La voz del silencio. El poema oculto
bajo los párpados, a punto de emerger y quedar plasmados en la memoria de quien
abre su libro.
2.-
“Duermevela” es una retrospectiva. Son textos que se
desplazan desde 1987 hasta el 2016. Textos condensados, guardados para ser
agrupados y vaciados con la angustia, el dolor, la espera, los reflejos (todo
sueño es un reflejo), la sensación de caer en la oquedad.
En “la respuesta adecuada” confiesa:
“Responder al hielo.
no con sonrisa, sino con misterio”.
Y este misterio se condensa, se presta en el otro:
“De todos modos mis sueños están
en vosotros”.
La poesía compartida. Los sueños dirigidos a una “cabeza
ajena” que podría ser parte, o se hace parte de ellos, de los sueños, de las
pesadillas que no se dicen pero que ambulan entre la inconsciencia y una
ventana.
Y mientras eso ocurre, el poema vierte su fuerza en
esta imagen:
“Tú, de pie, desnuda en la penumbra.
Tu espalda en el arco del conocimiento.
Desde la cama, observo y espero.
Cuando te vuelves me dirás quién soy.
Sin otra luz que mi deseo”.
El desconcierto, la pérdida de la identidad momentánea.
El poema borroso un instante, hasta que el despertar se aguza con el cuerpo
deseado, amado. Un momento extraviado entre las sombras del sueño. La
duermevela.
En un salto de esos sueños enmarcados en estas páginas,
aparece un homenaje. Aparece la imagen andina del poeta venezolano Pepe
Barroeta, quien “dice que no dice” a través de este responso de Carlos Vitale,
quien compartió con Pepe tanto en Barcelona:
“El don
de la palabra
no es
un don,
es apenas
arder
en el propio
fuego,
abrasarse
hasta que la mano
dibuje
el vasto
signo de la desolación”.
Y entonces miramos caminar a Pepe con la mirada
puesta en sus zapatos. Con la frente ardida mientras el frío andino se arrima a
su poesía y la hace establecer contacto con el universo.
He aquí que Pepe se ha convertido en un sueño.
4.-
El rigor del instante, de ese trozo de tiempo que se
derrite al despertar:
“La palabra es miedo/ metal, adiós, / cuerpo sin
cuerpo, / y derrota”.
Los sueños no tienen cuerpo. Los cuerpos que sueñan
no son un lugar. Son sonidos y paisajes, rostros, un miedo que se traduce en
sobresalto. En una caída.
En un “Réquiem”:
“Al final
sólo queda
una dirección
que borro”.
Todo desaparece. Los sueños reducen el tiempo. Se
reducen a tiempo desplazado. En la duermevela –en ese retazo de opacidades- está
el poema a punto de estallar.
La poética de ese momento se vierte en la inmensidad de quien se ahoga con su propio aliento, con las palabras que luego se hacen poema:
La poética de ese momento se vierte en la inmensidad de quien se ahoga con su propio aliento, con las palabras que luego se hacen poema:
“El mar, pintado, / y la isla/ que desaparece, / no
del recuerdo / sino del instante”.
La voz comprimida, acosada por el silencio. De allí
la necesidad de decir lo necesario. ¿Qué es lo necesario? Lo que se deja de decir.
“Atinar con la palabra exacta, y callártela
Atrapado en ti mismo
(…)
“Cállate, insomnio”.
El poema no duerme. La poesía es un personaje atado
a quien la crea. El poeta se anima a vivir, a desandar las voces que lo han
angustiado. Su ánima acosada. Su espíritu doblado en una esquina del texto, de
la vida.
“Desmoronarse con elegancia.
despertar del insomnio”,
dormir en el despertar. Volverse y descubrir que las
palabras no imposibilitan el instante tantas veces recobrado.
La poesía se descompone como un cuerpo dejado a un
lado. El poema, sin embargo, prevalece en la memoria, ordenado, medido. La poesía,
no obstante, se borra y regresa. Es un sueño recurrente. Un permanente
insomnio, porque soñar también es una manera de estar despierto.
Y así la poesía, como una bestia preparada para la
mordedura.
El poema espera, es un objeto visible.
“El orden es otro caos”.
foto:txtcarmina.blogspot.com |
Frases, oraciones, silencios, pausas. Pero el contenido del espíritu se abre:
“Palabras rectas, oídos curvos”.
¿Quién no oye la eternidad, la nata de los sueños,
el ser y esa nada vibrante sobre el poema, sobre la poesía que retoza y aparece
en la brevedad de una inflexión:
“Toda la poesía cabe en una palabra. ¿Cuál?”
La poesía aturde a quien la agota, a quien la hace
suma de vocablos innecesarios. Muele los sentidos. Su conocida ensoñación hace
que el despertar instale una realidad tan comprensible como absurda. Entonces,
el insomnio, esa vaguedad entre sombras, con la lámpara encendida. O con la
vela de Octavio Paz. Con los ruidos de la calle: los perros desatados del deseo
de hundirse en el caos de un sueño. A veces el poema estropea ese deseo. Pero
la poesía, la que flota, la pequeña bestia volátil, aparece y despierta al
sujeto que luego escribe, ironiza, sonríe desde su desolación: se coloca nueva
cara, nueva mirada, nueva vida, aunque sea la misma:
“Ya es la hora. Ponte la máscara y sal a escena”.
El despertar. Atrás los sueños atajados por el
sobresalto de los párpados. La poesía arriba y se instala mientras el cuerpo
intenta ser las imágenes y respirar sus sonidos.
La poesía se contiene en el instante de la
duermevela. Entre el sueño y la realidad.
Carlos Vitale se asoma a este libro y mira por la
ventana de su piso en Barcelona. Respira corto. Desliza una palabra y la hace
un poema, tan breve que el sueño se descorre y la poesía –esa soledad- lo
conjuga en todos los tiempos.
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