—por Alberto Hernández—
Sostuvo la
nota con mano firme. Un frío momentáneo lo hizo respirar un poco más agitado y
profundo. “Retírese de la Cámara con cualquier pretexto”, decía el papelito que
alguien le entregara en una suerte de solidaria y anónima advertencia.
El 24 de
enero de 1848, el Congreso Nacional fue asaltado por facciones del presidente
Monagas. En medio de la violencia resultó herido de gravedad Santos Michelena,
quien venía de una larga jornada aún sentida en el país de hoy. Aquella
República desapareció entre las heridas que el diplomático y estadista sufriera
en su cuerpo, las cuales no tuvieron tiempo de cicatrizar. Cuarenta y ocho días
después, el 12 de marzo, moriría escondido en la misión británica en Caracas.
Esta breve reseña
es recogida por Simón Alberto Consalvi en las últimas páginas de su libro
“Santos Michelena, el Estadista Liberal”, para cerrar el ciclo de un país que,
como dijo Robert Ker Porter, tuvo en Michelena al “único hombre con capacidad,
rectitud y conocimientos suficientes para desempeñar las complejas carteras de
Hacienda y relaciones exteriores, en los primeros años de la República”.
2.-
En efecto,
Michelena lidió con ese tiempo. Cabeza visible del primer intento de
liberalismo económico, este venezolano nacido en Maracay el 1º de noviembre de
1797, fue quien le dio forma a la Hacienda Pública de un país rural rodeado de
conflictos. Las finanzas encontraron en Michelena al cerebro mejor organizado.
La
diplomacia tiene en él al más conspicuo representante, toda vez que fue quien
negoció con Colombia un tratado que aún sirve de acicate para intentar explicar
los problemas con el vecino país. Pero como siempre, los intereses políticos,
las mañas y las torpezas, no permitieron que el Congreso de la época aprobara
las ideas de quien fuera asesinado en plena Cámara durante los sucesos de aquel
fatídico 24 de enero.
Lúcido,
Santos Michelena recorrió el polvo y las páginas de tantos caminos. Ese talento
imprevisto fue truncado en pleno apogeo de sus facultades. Nadie movió un dedo
para evitar el hecho de sangre en el recinto legislativo. Monaguistas y
antimonaguistas lograron borrar a puñaladas los esfuerzos de un hombre poco
dado a las lides políticas.
3.-
Con
cincuenta años a cuestas, la muerte se posesionó de quien es motivo de estas
líneas. Antes, Santos Michelena se había revelado al mundo como un excelente,
polémico y astuto negociador. Después de haberse paseado por una adolescencia
revolucionaria, al lado de las ideas de Bolívar, nuestro personaje se fue a
Filadelfia en una especie de exilio de seis años que dedicaría al estudio. Dejó
señas en la batalla de La Victoria. Sus huellas fueron a encontrarse con las
luces de la democracia norteña, pespunteadas por Jefferson, Hamilton y Madison,
“quienes habían diseñado una sociedad para el futuro, una república de
ciudadanos iguales y libres”, como lo afirma Consalvi en su trabajo.
“Cuando la
disminución proviene del aumento del contrabando, puede ponerse remedio de dos
modos: disminuyendo la tentación del contrabando, y aumentando la dificultad de
hacerlo. La tentación se disminuye rebajando los derechos, y la dificultad se
aumenta con el sistema de la administración más propia para impedir el fraude”,
palabras de Michelena inspiradas en el pensamiento del autor de “La riqueza de
las Naciones” y que servirían para darle cuerpo a un nuevo régimen de
importaciones y borrar el de los tiempos coloniales. Pozo de reflexiones que
serviría para encarar al Congreso de la Gran Colombia, adonde llegó por
instancias de José Rafael Revenga, en 1825. Su talento de hombre de estado
quedó sellado en esa jornada.
4.-
Negocia y
discute con los neogranadinos, por los años 1833 y 1834, los problemas
fronterizos con Venezuela. Así, el 14 de diciembre del año 33, Michelena y
Pombo suscriben el “Tratado de Amistad, Alianza, Comercio, Navegación y
Límites”, pero como dejó escrito José Gil Fortoul, no fueron tan afortunados
estos pactos como la ventajosa convención sobre la deuda. Para Santos
Michelena, la solución al problema limítrofe fue todo un éxito, pero como
siempre, encontró los obstáculos internos que dieron al traste con el contenido
de sus ideas.
De esta
manera lo advierte Gil Fortoul:
“Una simple
mirada al mapa demuestra que los congresos venezolanos, de 1836 a 1840,
cometieron un error negándole al Ejecutivo la autorización de reabrir
negociaciones diplomáticas, para modificar ventajosamente, o aceptar como
estaba, el Tratado Michelena-Pombo, cuyas estipulaciones, en todo caso,
resultan más favorables que la frontera del laudo, pues ésta, en el norte, no
empieza ahora sobre la costa del mar de las Antillas sino dentro del golfo de
Maracaibo, y en el sur penetra hasta la vaguada del Orinoco, haciendo un ángulo
entrante desde el Apostadero del Meta”.
Asunto este
tan discutido, tan vapuleado, que hoy nos sigue causando dolores de cabeza. No
entendieron a Michelena, no quisieron hacerlo. Finalmente, todo fue rechazado.
Es decir, el país se rechazó él mismo. De un mordisco perdió un buen pedazo de
territorio.
Como coda,
el lamento. Este hombre es el pálpito de los errores y mezquindades de otros.
La mano anónima que le hizo llegar el recado en el Congreso, seguramente
confiaba en la sabiduría de Santos Michelena, aquel estadista liberal que aún
sangra acorralado en la residencia del ministro del imperio británico de la
capital de un país no muy lejano del siglo pasado, llamado Venezuela.
(Este libro
fue publicado por la editorial La liebre libre. Maracay 1999)
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