“Dentro de
nosotros
existe algo
que no tiene nombre
y eso es lo
que realmente somos.”
J. Saramago
Premio
Nobel de Literatura 1998.
Hace
algunos meses, un famoso economista peruano y su pareja quisieron registrar su matrimonio
del mismo sexo en el Registro Nacional de Identificación y Estado Civil del Perú
(se habían casado fuera del país);
recientemente, una hermosa transgénero necesitaba su nueva identificación
como mujer para participar el concurso Miss Perú y la tramitó en el este mismo
sistema nacional de registro civil. En ambos casos, el registro fue denegado.
El argumento de la oficina de registros fue que no existía una legislación
previa que aceptara estas nuevas categorías civiles. El registro civil solo
admitía las categorías preestablecidas
hace ciento cincuenta años. Teniendo en cuenta que los registros en su origen
estuvieron a cargo de los párrocos, lo que interesaba al principio era saber
quién nació para bautizarlo, posteriormente casarlo y por último, mandarlo al
cielo con su certificado de defunción. Todo esto porque para ir al reino de
dios, había que tener papeles, documentos, una especie de “visa santa”, un
certificado de buena conducta.
Posteriormente,
cuando los registros se secularizaron, se les añadió las categorías que podrían
ser de utilidad para la tarea impositiva,
el servicio militar, el voto y otras relacionadas a la sucesión de
bienes. El resto no importaba. Como sabemos el registro civil es donde todos lo
nombres de la sociedad deberían estar registrados bajo ciertas predeterminadas categorías.
La particularidad del individuo no existe para los registros, pero sí su
generalidad como dato. Si no está registrado el nombre bajo las categorías preestablecidas,
a pesar de los cambios sociales, el individuo no existe o existe parcialmente.
Mi
certificado de nacimiento peruano, por ejemplo, establece con una hermosa caligrafía
en tinta negra el nombre de mis padres, sus edades, lugar de nacimiento, el mío,
mi nombre, la hora de nacimiento (supongo que para orientar a los astrólogos!)
y el nombre de un par de testigos de este hecho tan importante para mí, pero
que nunca conocí. La información del certificado de nacimiento norteamericano
de mis hijos es más escueta. Lo que me lleva a pensar que cuanto más moderno y
desarrollado es el país, menos individualizada es la información recabada para
el registro, más genérico el ciudadano.
Es en este universo
burocrático de los registros civiles, donde prima la deshumanización del
individuo y su falta de particularidad, basado en procedimientos y categorías
inamovibles y preestablecidas se desarrolla la trama de la novela de José
Saramago, Todos los nombres (Punto de
Lectura, 2007), originalmente publicada en 1997.
La trama:
Don José es un cincuentón que trabaja por muchos años en la Conservaduría
General del Registro Civil. Se desempeña como escribiente, el puesto más bajo
dentro de una bien estructurada cadena burocrática.
La
distribución de tareas entre la plantilla de funcionarios satisface una regla
simple, la de que los elementos de cada categoría tienen el deber de ejecutar
todo el trabajo que les sea posible, de modo de que una sola parte mínima pase
a la categoría siguiente. Esto significa que los escribientes no tienen más
remedio que trabajar sin descanso desde la mañana hasta la noche, mientras los
funcionarios lo hacen de vez en cuando, los subdirectores muy de tarde en tarde,
el conservador casi nunca.
Soltero, solitario,
lleno de fobias, complaciente y temeroso de sus jefes, cumple su tarea con monótona
dedicación y vive ajustadamente en una habitación aledaña a la Conservaduría,
como si fuera parte de este monstruo de reglas estrictas, categorías y archivos.
Sin vida social o familiar, su historia transcurre entre el llenado de fichas, los
archivos y la reconstrucción de la vida individualizada de algunos personaje
famosos a los cual él sigue basado en la información primaria de la Conservaduría
y los recortes de periódicos y revistas que colecciona.
Hasta aquí
vemos que don José dedica su tiempo libre a humanizar a los objetos de su tarea
de escribiente, dándoles una vida ficcional. Don José no tiene vida propia
y vive la de sus registros, al
mismo tiempo que estaría quebrando una de las reglas de oro de la institución:
los individuos son categorizados en base a filtros preestablecidos y no
interesa sus vidas reales que siempre
son más fluidas.
Sin
embargo, todo va a cambiar cuando por casualidad llega a sus manos la ficha de
una mujer que él no escogió para la reconstrucción secreta de su vida porque no
era famosa. No obstante, una ponderosa curiosidad recae sobre él y lo lleva
alterar su rutina.
La ficha es
de una mujer de treinta y seis años, nacida en aquella misma ciudad, y en ella
constan dos asentamientos, uno de matrimonio, otro de divorcio. Como esta ficha
hay con certeza centenas en el fichero, si no millares, por tanto no se
comprende por qué estará don José mirándola con una expresión tan extraña, que
a primera vista parece atenta, pero que es también vaga e inquieta,
posiblemente es éste el modo de mirar de quien , poco a poco, sin deseo ni
renuncia, se va soltando de algo y todavía no ve dónde poner la mano para
volver a sujetarse.
Su curiosidad
lo impulsa a “cometer los abusos,
las irregularidades y falsificaciones que constituyen la materia central de
este relato”. Al final, después de quebrar muchas reglas ya no le importará que
lo echen de su trabajo en la Conservaduría porque al romper las reglas pudo vivir
un poco más, salir de su absurda rutina de aislamiento y sentirse
solidario con la vida y muerte de la mujer desconocida. La empatía lo humaniza.
Más de un distraído
lector (entre ellos, aquel que reseñó la novela en la contraportada de esta edición) ha visto en esta trama, una novela de
amor. Esto no es así, ni argumental ni alegóricamente. A no ser que el lector
piense que la curiosidad es sinónimo de amor, la novela está desarrollada formal y estilísticamente para
dar cuenta del ambiente claustrofóbico de aislamiento social en el cual vive
don José y ante él cual el se va a rebelar. Tanto don José, como el narrador se
preguntarán cuán lejos éste va a llegar en su carrera contra el tiempo para
descubrir qué fue de la vida de este particular nombre.
Llamará la
atención del lector que la novela haya sido escrita usando extensos párrafos en
los que se superponen tanto los pensamientos de don José, sus acciones presentadas
por la voz del narrador omnipresente y hasta un diálogo directo de éste con el
lector (“como ya sabemos…). Más aún, los diálogos entre don José y sus
interlocutores se continúan sin ninguna puntuación. Esto hace que la lectura no
sea tan sencilla, pero contribuye al crear un efecto envolvente y claustrofóbico
sobre el mundo solitario de don José. Si a esto le añadimos que la referencia a
otros personajes “sin nombres” (el conservador, el subdirector, el farmacéutico,
el director del colegio, el enfermero, el pastor de ovejas, el médico, la mujer
desconocida, la mujer del segundo piso, la madre y el padre de la mujer desconocida)
y que el personaje principal solo se le conoce como don José, sin apellido, el
autor logra sumergirnos desde el inicio y a lo largo de la novela en el
universo casi fantasmagórico, aumentando la tensión de la soledad y aislamiento.
Al final,
nos daremos cuenta, aún las escapadas del don José estaban también controladas
y predeterminadas, y que la mujer desconocida, ya no podrá catalogarse como
muerta, porque sabemos algo más de su vida. La muerte en la Conservaduría es
solo una clasificación y un lugar específico en los archivos que se puede
alterar, cambiar por azar, error, por buena o mala intención.
(*) Autor
de El guerrero de la espuma y otras
tantas despedidas (Pukiyari editores, 2014) disponible en Amazon, Barnes
& Noble, PeruEbooks, Allá en Santa Fe.
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