—por Alberto Hernández—
1.-
En la lápida de
Sam Shepard estará un halcón. Quizás sobren las palabras, bastará la mirada
penetrante del alado para que sepamos que allí reposa el cuerpo, los huesos, de
quien fuera actor, director, escritor y alocado personaje norteamericano de
aquellos y estos tiempos.
En su obituario,
el sonido metálico del ave con sus alas extendidas sobre el asfalto de alguna
carretera de su país.
En 1981, la
editorial Anagrama publicó “Luna halcón” (Relatos, poemas y monólogos), un
libro donde, siento y pienso, se recoge el espíritu errabundo de este creador
que acaba de morir. Quien con los ojos puestos en algún horizonte borroso tenía
a Ginsburg, Kerouac, Burroughs o Corso como modelos, como compañeros de viaje,
aunque él se haya quedado solo con estos apellidos, mientras los muertos de su
paciencia ambulan por las sombras.
Personajes,
fenotipos de la imaginación o de esa realidad que escogía para sus películas,
para sus andanzas por campos, pueblos y grandes ciudades. Personajes
astillados, gordos, vaqueros, pistoleros, tractoristas, carpinteros, los del
baile de Diligent River, los cadáveres en una zanja del Valle de la Muerte en
sus líneas de “El remolque fantasma”. Aquel viejo John Deere de “Nube con
garras”. Los “Ladrones de caballos” bajo relámpagos azules. Y allá, en
“Dakota”, en Rapid City, los búfalos salvajes.
Hay tanto de Sam
Shepard en todas las lecturas, las que se recogen en este libro y las que
faltan en otras. O están a punto de revelarse.
En este poema,
“Extraño”, del mismo libro, San Shepard nos dice:
“Siempre me
despierto
En el cuerpo del
último
Con quien he
estado
Quién es éste
De los brazos de
vikingo
Fuertes músculos
de toro
Melena hasta aquí
abajo
Ya soy bastante
extraño
Tal como están
las cosas”.
Y el hippie que
era y no era. El caminante de botas vaqueras y mirada zahorí. El campesino y el
cosmopolita. El fumador y “espíritu moroso”. El absuelto por “la prueba del
demonio”. El recogido “en línea recta y no regresar jamás, o dar media vuelta
ahora mismo”.
Leo este libro
desde hace décadas. Lo guardo como un amigo. En la pantalla he visto a Shepard ponerse
el sombrero de lado, hundirse en la niebla, hablar lentamente con cara de
baterista del grupo “The Holy Modal Rounders”, con mueca de matón y faz de
ángel. Galán despeinado y violento. Poeta y narrador. Inventor de “Crónicas de
motel” y de la pieza teatral “Locos de amor, llevada a la pantalla grande por
Robert Altman.
Pero me anima
más, en este instante, su palabra escrita, aquella que resuena en las paredes,
donde se traza consagración del tiempo:
“Setenta y cinco brazas
De profundidad
Cada braza cerca
de un metro
Seis millas
Mar adentro
Borracho hasta el
vórtice
Cazado por la
cuerda de una roca
Arrastrado hasta
el azul
Profundo
Huesos invisibles
Sólo la verde y
limpia superficie de la mesa
Esperando a que
el siguiente tiburón de billar
Se coma al
próximo pez”.
En la tumba de
Sam Shepard estará un ciprés. Un pequeño desierto también. Un halcón con un ojo
cerrado. El golpe de una batería. La voz de quien nunca callará desde la
angustia de saberse atrapado por el signo del tiempo que vivió.
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