—por Luis Fernandez-Zavala Ph.D. (*)—
La cocina del Infierno (Relatos de un mundo inhóspito), del escritor
peruano Fernando Morote, MRV Editorial Independiente, consta de tres relatos: Los ingobernables con catorce secciones,
La cocina del infierno y El comando meón de tres partes: la primera
con doce secciones, la segunda con seis y la última con quince.
El título
del libro, tal cual lo señala el autor en su introducción, “proviene de la
traducción del nombre de un antiguo barrio asentado en el centro de la ciudad
de Nueva York, a inicios del siglo pasado, bastión de inmigrantes pobres que
pronto se convirtieron en delincuentes”. Nos advierte, sin embargo, que el
texto no va a tratar de ellos sino más bien es usado como “una parábola”, para
presentar sus tres relatos “aparentemente inconexos". Algo ciertamente
común a los tres relatos es que empiezan con epígrafes citando pintores famosos
(Gauguin, Pollock y Van Gogh) como anunciando la forma o el espíritu con el que
se va a tratar cada texto.
Los ingobernables y El comando meón están íntimamente relacionados pero se presentan
separados en la organización del libro. En el primer relato, nos cuenta las
travesuras de un grupo de amigos de barrio, pasándola bien, sin mayor
preocupación por lograr algo en la vida como otros muchachos de la misma edad
radicando en una sociedad peruana al borde del abismo. ¿Quiénes son los
ingobernables? Son un grupo de alocados diciochoaneros,
hijos de migrantes provincianos viviendo Pompeya, en Lima, la capital del Perú,
probablemente durante la década de los 80, aunque no podríamos afirmarlo
categóricamente porque también se hace mención a eventos que ocurren en una
década después en el Perú. A los muchachos de barrio los conocemos por sus
sobrenombres: Doctor, Camote, Champero, Conde, Barreta, Narizón. Si seguimos a
Marx y Engels, uno es lo que hace, el grupito se divierte, toma alcohol, juega
fútbol callejero, se droga y nada más. No llegan a ser marginales sociales o delincuentes,
ellos viven el día tal y como se les presenta, gracias a su status
clasemediero. Frente a ellos, por oposición, estarían los
"gobernables" (de los que no se habla) o sea, lo muchachos de su edad
que estudian, trabajan o están metidos en política. Al final, la explicación
dada al lector de este comportamiento “de barrio” es que el Perú se jodió y
ellos solo sufren las consecuencias de este fracaso histórico.
Los mismos
amigos de barrio aparecerán en El comando
meón: Doctor, Narizón, Champero, Conde. Los personajes, ya mayores, vuelven
a Pompeya (su vecindario) y se dan cuenta que las cosas han cambiado y ellos
también. Deciden hacer algo bueno por su barrio: filmar y amonestar a los miones
públicos. Buscan la sanción social, el escarnio público como instrumento para
detener esta ola anti-higiénica muy enraizada en la población limeña por la
carencia de baños públicos. Su incipiente organización se denomina “comando”,
por su carácter de confrontación directa con los infractores de las mínimas
reglas de convivencia urbana. No deja de llamar la atención de que el contexto
de una dictadura que operaba con “comandos de la muerte” y de Sendero Luminoso
que hacía los mismo, la idea de “comando” tuviera cierto atractivo en el subconsciente
del grupo. Los ingobernables son absorbidos por los signos de los tiempos.
La cocina del infierno merece un comentario aparte.
Sabemos que algunos de los ingobernables salen al extranjero y se convierten en
migrantes, como tantos peruanos que salieron del país en la época del
terrorismo de Sendero Luminoso y la dictadura del presidente japonés. El choque
cultural no le es ajeno a ningún migrante y estas vivencias están
puntillosamente abordadas en el texto. El autor logra su objetivo de
dispararnos con un ametralladora incisiva sus observaciones de esta realidad
nueva y ajena. Al final, la ciudad que soñó el migrante desde afuera, lo
absorbe en sus contradicciones y el migrante deviene en lo que siempre quiso
ser, su status de migrante exhuma sus propias flaquezas que lo ayudan a
sobrevivir con desencanto y descaro su nueva realidad.
“Cuando te acuerdas como eras antes de venir —sensiblón,
simpático y amable—, te llegas al pincho tú mismo.
Esta ciudad, esta vida, te ha convertido en el tipo
de persona que siempre quisiste ser —el cínico hijo de puta al que no le
importa nada ni nadie—. Lo cual, para los tiempos que corren, no está lejos de
ser una virtud.”
Es decir,
la falta de futuro en la tierra natal, después de la experiencia migrante, se
convierte el lugar de la bondad, donde puede ser amable, y hasta el lugar donde
es posible hacer algo por la comunidad. Sin embargo, como también ya sabemos,
la pandilla nunca fue amable durante sus años de locura juvenil. Le que queda
al lector preguntarse ¿qué pasó? ¿a qué se debió esta transformación? ¿cómo la
experiencia migrante cambió a los ingobernables? La respuesta no existe en
ninguno de los tres textos, pero podría inducir una inquietud legítima del
lector por preguntarse cómo nos cambia en lo personal nuestra vivencias como
migrantes.
La cocina del infierno es la narración más lograda
del libro porque por sí sola nos introduce a una perspectiva más íntima y
cotidiana del migrante. Los temas se esbozan con la rapidez con la que pasan
los trenes en Nueva York. Desde el desencanto sobre la ciudad soñada desde afuera,
las relaciones inter-étnicas, el trabajo que deshumaniza y convierte al
migrante en un objeto descartable, el clima que te maltrata (“olas de calor que llegan con olas de
desmayos”.) la tecnología y reglas de conducta que se entienden, y por
supuesto las discriminación (“El idioma
no es problema. ¿Si es tan peculiar y delicioso tu acento, por que entonces
tanta gente te mira como si fueras un violador en serie?. Siempre la misma
reacción" ).
El autor escogió
Hell’s Kitchen como “parábola” para
sus relatos, sin embargo, después es difícil encontrar la intersección
prometida entre este famoso barrio neoyorquino y la experiencia vivencial de los
nuevos migrantes y su posterior reivindicación. En la actualidad no
ficcionalizada, Hell’s Kitchen poco o
nada tiene que ver con la experiencia migrante. El barrio viene en los últimos
veinte años pasando por un esfuerzo de renovación urbana, a tal punto que existe
una demanda muy alta por conseguir viviendas en este lugar que alberga centros
de conferencias, estadios, estudios televisivos, restaurantes, y acoge un gran
número de artistas. Atrás ha quedado la experiencia migrante irlandesa de hace
200 años. En la larga lista de famosos residentes, solo resaltan dos nombres de
mafiosos en toda su historia, en tanto que sí abundan los actores, músicos y
escritores de renombre.
Respetando
la libertad que tiene cada autor de escoger los elementos de su propia
parábola, hubiera sido más eficiente tomar como referente a una ciudad como
Paterson —Peru Square— donde residen miles de peruanos expatriados, es
decir, migrantes contemporáneos con la misma experiencia que algunos de los
ingobernables. Una trama simple y amena de dos relatos y una incisiva
observación de la experiencia del migrante latino en Nueva York, ha dado como
resultado un platillo cocinado para ser digerido con facilidad y avidez.
Fernando Morote nació en Piura, Perú, en 1962.
Ha sido ganador del II Premio Internacional Sexto Continente de Relato Erótico
y finalista del VII Premio Internacional Vivendia-Villiers de Relato. Colabora
con el Periódico Irreverentes de Madrid y las revistas Las Nueve Musas de Oviedo
y Clarimonda de México. Es autor de las novelas “Los Quehaceres de un
Zángano” (Bizarro Ediciones, 2009) y “Polvos ilegales, agarres
malditos” (Bizarro Ediciones, 2011), el libro de relatos “Brindis, bromas
y bramidos” (Artgerust, 2013) y el poemario “Poesía
Metal-Mecánica” (Ediciones Los Sobrevivientes, 1994).
(*) Autor
de El guerrero de la espuma y otras tantas despedidas (Pukiyari Editores,
2014). Disponible en Amazon, Barnes& Noble, Perú Ebooks, y en la librería
ALLA en Santa Fe.
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