-por
Alberto Hernández-
1.-
A tientas, a través de calles peligrosas,
llevo bajo mi brazo un legajo de papeles húmedos. “Nocturama”, novela de la
venezolana Ana Teresa Torres, Editorial Alfa, Biblioteca Ana Teresa Torres,
Narrativa, Caracas 2006, ha sido mi salvoconducto íntimo cuando duermo o cuando
sobresaltado emerjo de este agujero inmenso, de un país resquebrajado, tomado
por las sombras, por malvivientes que se mueven al ritmo del odio y la
violencia.
La rescaté de un charco (los gases
ahogaban los gritos que intentaba expresar) mientras huía de unas bestias
enmascaradas, de unos sujetos en dos ruedas que querían someterme, hacerme
parte del río que cruza la ciudad.
Soy un pedazo de esta historia. No soy
Ulises Zero, el personaje central de “Nocturrama”, pero tengo tanto temor a la
oscuridad que me he identificado con él y huyo de mí mismo en medio del
silencio o de los ruidos provocados por la noche.
Esta crónica no es una lectura. Es una
experiencia vital. Respiro dentro de una novela. Me agito como un caracol, como
un gusano a punto de ser aplastado por una bota.
No leo la novela. La vivo. He perdido
hasta mi cédula de identidad. Trato de recordar mi nombre. Me deshago de la
esquina que me tropieza. He tratado de indagar de dónde vengo porque mi
historia ha sido borrada. Es una verdadera maldición. Un estigma. La marca de
Caín me acosa mientras unos ojos vacíos me persiguen desde las paredes, desde
las consignas de quienes con los dientes manchados y armados de fusiles y palos
me buscan para borrarme de estas páginas.
2.-
Aspern es quien relata mi historia. Es
la voz de una conciencia relajada, pero en el fondo oprimida por su propio
anonimato. Es quien repasa mi vida por esta novela que Ana Teresa Torres supo
construir sobre las ruinas de un país. Sobre el dolor, la culpa o la inocencia
de unos personajes que se asoman, que apenas son.
He perdido mi verdadera presencia. No
soy quien era. No era quien soy. Ando como desnudo, habito en la habitación 32
de un hotel porque creo que allí está el país que perdí. El Hotel Oasis es mi
recuerdo, la ciudad que no conozco. Que no recuerdo.
Siempre cuenta Aspern que dijo Ulises.
Es él quien en numerosas oportunidades, como en un vocativo imprevisto, relata
lo que digo, lo que sueño, lo que no cuento, lo que olvido, lo que soy y no
soy. Es él, un yo que no es mío y llega a ser mi canon personal, mi intratexto,
mi contexto, mi pretexto, mi mirada, mi extravío.
Pero…
“No estoy acostumbrado a ser Ulises
Zero…”
He sido rico, he sido un emprendedor,
un hombre poderoso. No sé. Sí sé que tengo una propiedad. Que soy un país
dentro de otro, pero que no quiero estar en ése sino en la sombra, en la que
podría encontrarme, ser lo que era o seré. Y una mujer, una borrosa presencia,
un imposible. Se acerca y la nombro.
Un medrar en la oscuridad.
Dialogo con mi relator. Hablo con el
que me dibuja, me cuenta, me hace posible. La autora de mis días, quien me deja
a cargo de Aspern, Ana Teresa Torres, observa desde afuera.
“Aspern lo vio venir desde la veranda.
Vio que Ulises Zero caminaba agotado entre los matorrales y esperó su llegada”.
Entonces se desprende un diálogo:
“-Estoy perdido- había dicho Ulises.
-Ya lo sé, ¿por qué razón hubiera
aparecido aquí?...”
Desde ese momento, desde el primer
encuentro, desde la primera apariencia, porque eso es lo que es Ulises Zero, un
cero, un número sin valor, una apariencia que se mueve en medio de la
destrucción, del caos, del gran derrumbe de un país.
En esta novela mi nombre avisa de lo
que hoy ocurre, de lo que no es novela sino realidad. El país donde soy Ulises
Zero ya es el país de millones de Ulises Zero.
No dejo de caminar en búsqueda de un
nombre, de un personaje traído de otro mundo, de otra novela. Díaz-Grey es
Onetti, el que lo inventó y ahora es aquí una transmigración, un ectoplasma.
Una suerte de salvación, un artificio. Lo que siempre hemos sido, meros lugares
comunes, sombras de otros.
El relator vuelve (volverá hasta la
última página):
“Cuando salí de su casa, decía Aspern
que había relatado Ulises, emprendí el camino de vuelta a la ciudad, tenía al
menos la sensación de reconocer algunos rastros; los árboles, por ejemplo. El
tráfico, en cambio, era más abundante que el día anterior…”
Y sigue el relato, dice Ulises de un
emporio habitacional del cual se dice dueño, las Residencias Urbex, pero donde
no vive, pernocta a veces, pero su lugar está en el hotelucho del centro de los
acontecimientos, donde se suceden los allanamientos, los asaltos, las
expropiaciones, por donde pasa el rugido de las motos.
Urbex podría ser el lugar perfecto
para la polis. No el hotel, que sería el país desnortado, agredido, robado,
asesinado por las hordas que mandan en el mapa de Nocturama, un pedazo de
tierra separado de otro para que la gente no huya.
Símbolos que ya no son símbolos.
Códigos que ya no lo son. La novela de Ana Teresa Torres, hablada o escrita así
como “la” habla o escribe quien esto escribe, es la realidad que nos agobia.
Este texto no se trata de una reseña bibliográfica. No es un asunto literario. No
es un estudio cartográfico. O una disección. Es un miedo. Es una lectura real.
Es nuestra lectura. Es el país que se
pudre en nosotros.
Y yo en el comienzo, aquel comienzo
electoral y aterrador: el deslave de Vargas:
“Poco después de iniciar el viaje,
continuó Aspern el relato de Ulises, la tromba derramó las torrenteras y el río
comenzó a desbordarse sobre la autopista. La circulación se detuvo por
completo. Rápidamente el nivel del agua se elevó unos treinta centímetros
tapando la mitad de las ruedas de los automóviles…Muchas personas salieron de
sus vehículos y se echaron nadar…”. Lo demás está en las páginas de los diarios
y en los videos. La lectura sigue en la moldura de un personaje que lo ve todo
a través de otro que cuenta.
4.-
Díaz-Grey, un personaje fantasma. El
espectro de una curación extraído de otras páginas. La esperanza. La búsqueda
de alguien que no está, y si está no es. Y si es, no puede salvar. No puede
curar.
La invención de héroe. La elevación de
la estatua, “la invención del origen” de un país que nunca ha sido país sino
una sombra llena de personajes muertos, de fantasmas, de falsos ídolos, de
mentiras. Ese Diorama que ahora es Nocturama flota en su propia sombra. Los
colores dejaron de estar.
El país está estacionado en medio de la
tragedia: terremotos, inundaciones, ensueños, pesadillas, torturas. Y desde esa
cuña, “Se elaboró así un gran relato que contenía la épica de los primeros
navegantes, quienes en frágiles embarcaciones de madera habían cruzado el
océano; los testimonios y crónicas medievales en los cuales destacaba el
carácter aguerrido de sus varones…”. La gran mentira, la épica totalitaria,
aquella que “En medio de las diferentes músicas se reproducía también una voz
que hablaba constantemente”. Las cadenas, la voz del eterno, la inflexión de
impoluto, el fraseo del magnánimo. Los callos del dictador. El ojo de “dios”.
Los ojos de quien ya no mira.
5.-
Un país. Un lugar donde para oír al
refranero desde una tarima había que beberse el licor regalado, el aguardiente
ideológico. Un país donde “Los niños
estaban allí hurgando en las bolsas de basura”. O “un grupo de motorizados se
desplazaba a alta velocidad”. O una posible guerra civil y una pregunta en el
aire: “¿Tú crees que en la mente criminal de un par de caciques terroristas e
ignorantes tú cuentas para algo?”.
Un país custodiado por Los Guardianes
de la Patria. Un país cuyo dueño baila con su damisela al ritmo del dolor
nacional. “Esto es territorio de ellos”. Un país perdido. Sombrío. Una isla sin
costas. Una costra.
Nocturama, la noche de una cultura
despiadada. La noche de un país “cuya constante invención de su historia había
producido dificultades en la convivencia, descontento en algunos y ánimos
discrepantes en otros”.
El país otro, el tallado por la
estupidez de una pesadilla que antes llamaban utopía.
¿Nocturama es la voz oculta de Tomás
Moro, su ironía, el cálculo infinitesimal de la indolencia de un poder que vive
gracias a la respiración ajena?
Una novela que se adelantó unos años a
lo que hoy vemos en las calles. Una novela de una ficción que es nuestra más
dolorosa realidad. Aquí no valen artificios, adornos ni consagraciones
académicas. Un disparo en la cara es
superior a una metáfora. A una tesis de doctorado. Un hombre arrodillado frente
a un sujeto armado no es un asunto gramatical. No hay sintaxis que releve la
imagen de una mujer pateada por soldados, por policías o por “colectivos”, los
“tontom-macoutes” de esta novela que tiene nombre en el espacio geográfico y
espiritual de los perseguidos, acosados y asesinados.
“Nocturama” es una lectura en medio de
una protesta.
Es una bomba lacrimógena con índice y
glosario. “Nocturama” es un país sin prólogo.
Del epílogo sólo hablan los muertos,
los perdidos, los extraviados.
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