—por Alberto Hernández—
“Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
juegan el largo, el triste juego del amor”.
-Jaime Sabines-
foto:fundacioncaupolicanovalles.com |
1.-
No es fácil abordar
un texto cuyo tema sea el amor. Yo –en mi caso- no creo en los poemas de amor,
me inclino por los poemas amorosos, dedicados a alguien que se ama o se odia.
Porque un poema de amor es en sí un material o artefacto que contiene un
sentimiento, como todo poema contiene sentimientos. En mi creencia, todo texto
poético lleva implícito un canto de (al) amor, así otro tema lo sostenga.
En tal sentido, el
yo amoroso es destinado al Otro desde el lenguaje. Una voz que irrumpe y rompe
la tradición del poema tiene en el lenguaje el ancla del tema. De modo que es
el lenguaje el amoroso, a través del cual se construye el poema que habrá de
ser definido como de amor. La forma de decir, la manera de expresar ese
contenido.
Podría parecer una
necedad, pero un poema de amor transita por muchas interpretaciones. Desde su
significado implícito hasta la puesta en práctica de lo que quiere decir o
significar mediante la brújula del lector
¿Qué diferencia
podría existir entre un poema de “amor” y uno amoroso?
El poema busca en
el amor la voz creada. O el amor indaga en el poema para convertirse en poesía.
Queda entonces, por esta circunstancia, definido como un poema de amor. El
poema amoroso celebra esa manera de descubrir la poesía en el lenguaje, con la
lengua que se dice. De modo que todos los constructos poéticos son poemas
afectivos o desafectivos dedicados o no a un sujeto, animal u objeto. En el
caso de Caupolicán Ovalles, se trata de un poema donde el lenguaje, el brillo
del invento, funda el texto amoroso. O lo que suelen llamar poema de amor.
Igual sucede cuando
se califica a alguien de surrealista. El surrealismo es un juego preexistente
en la poesía. No es el surrealismo un puerto poético. Es la poesía quien crea
el surrealismo, esa corriente que, para algunos ha afectado la poesía de
nuestro patio verbal, como para otros aún sigue siendo una celebración.
2.-
“De un cielo a otro
cielo/ Cielo de Cuba” (Fundación Caupolicán Ovalles, Caracas 2018) transita por
estos senderos. Es un poema donde el texto convierte en amoroso lo que siente
el autor. El poema de amor es un tatuaje, como podría serlo un poema político.
Todos los poemas son políticos, pero esa discusión –puesta en contexto- es
parte de otra habitación.
La metafísica del
amor se consume en una poética: el poeta se declara ante el sujeto amado y lo
transforma en palabras. Lo hace sus palabras. El amor –el sentimiento de quien
escribe- continúa su curso en alguna imagen, en un destello metafórico, en un
juego de sonidos, en esas hermosas travesuras que Caupolicán Ovalles entrega al
lector para celebrar, no sólo lo que él siente, sino lo que el lector podría
sentir con sus palabras. Ese es el objetivo de toda creación.
Ovalles, más allá
de su desplegada fascinación por el escándalo, la dureza del lenguaje y otras
expresiones de su conducta como creador, es un poeta amoroso. Claro, éste que
tratamos es el poema dedicado a una mujer –Rosario Anzola-. Era, repito, un
poeta amoroso en el buen sentido de la palabra porque cultivaba el amor por la
palabra, porque cada subversión de su espíritu convocaba a ese amor que lo
convierte en representación. Su relación con Rosario Anzola es la concreción de
esa amorosidad espiritual y carnal. En este largo poema la mujer es la
revelación de su vocación erótica.
3.-
En el prólogo de la
antología “Del dulce mal/Poesía amorosa de Venezuela” (Editorial Aguilera/ Una
colección de Leonardo Padrón/ Llámalo amor, si quieres), su compilador, Harry
Almela, destaca lo siguiente:
“Es por demás
evidente que el amor es una de las cuestiones que más desasosiego ha generado
en el transcurso de la desdichada y bulliciosa historia humana, y que sus
tramas y maquinaciones se han expresado desde siempre en los discursos de la
filosofía, del arte en general y particularmente en el de la literatura. La
cultura de Occidente, de profunda raigambre griega y judeocristiana, inicia
esta tradición con la pareja original, Adán y Eva, y con la búsqueda del
andrógino que esboza Platón en sus diálogos, el Uno mitad hombre y mitad
mujer…”
Esta reflexión de
Almela nos conduce al lugar de la primera pareja, cuya actuación no juzgaremos
como amorosa, porque apenas se estaban descubriendo. Digamos que –como dice en
unos de sus versos Armando Rojas Guardia- fue “una costumbre de mi carne”. El
Paraíso fue el escenario, como para Caupolicán y Rosario fue La Habana ese
espacio que una vez fue bautizado como un paraíso y terminó siendo la más
terrible distopía.
El desasosiego
destacado por el poeta Harry Almela da cuenta de una larga lista de autores que
hicieron del tema amoroso espacio en la poesía. El autor de “El terco amor”
recurre a Rainer María Rilke (“Cartas al
joven poeta”), quien “asegura que el amor como asunto literario es el más
difícil de todos, pues es allí donde concurre una muy extensa y profunda
tradición en todos los idiomas”.
El mismo Almela
agrega que “El amor puede salvarnos de lo fútil y vano de la vida de la voracidad
del tiempo. Hay quienes aún creen en esa posibilidad. Por suerte, según otros,
es una enfermedad que tiene remedio”.
De modo que el amor
es una patología que tiene cura, pero cuando está en su pleno apogeo produce
cataclismos, pendencias, pero también poemas amorosos, como estos que
Caupolicán Ovalles nos ofrece con su magnífico registro emocional.
Por su parte,
Padrón habla de “poemas enamorados”, como éste que Ovalles nos regala en su
libro, el que hasta hace poco estuvo inédito luego de 30 años de haber sido
escrito.
Esos poemas
enamorados tienen nombres propios, como ya se ha dicho en líneas anteriores:
Caupolicán Ovalles, su autor, y Rosario Anzola, la destinataria: dos polos que
como Adán y Eva cultivaron los cielos de una isla y la hicieron parte de su
paraíso personal.
foto:ideasdebabel.com |
4.-
Una carta de Manuel
Ovalles inicia esta aventura del poeta
que era su padre. También un prólogo del escritor español J.J. Armas
Marcelo y una introducción del poeta Miguel Marcotrigiano.
Manuel Ovalles
recuerda sus días de La Habana con Caupolicán. Amores de quienes hicieron de la
capital de Cuba el lugar de memorias compartidas. Armas Marcelo celebra el amor
de Caupolicán por la ciudad/ mujer, y habla del poeta antillano Baquero quien
también tuvo en esa ciudad un referente amoroso.
Por su parte,
Marcotrigiano se pasea por algunos aspectos literarios que tienen que ver con
el texto como tal. Los tres autores centran su atención en el poema de amor
como primera iniciativa de quien mucho escribió sobre otros asuntos. De quien
vivió la vida como un rebelde que inventaba a diario una forma de hacer poesía
desde su propia vida disipada. Un poeta que hizo del país y de algunas ciudades
fuera de él objetos y sujetos de su quehacer escritural.
5.-
¿Son iguales todos
los cielos? ¿Cuántos cielos será capaz de encontrar un hombre o una mujer
mientras el mar se mueve y es también cielo? ¿De cuántos besos, orgasmos o
amanecidas en un solo cuerpo se construye un cielo? La única respuesta está en
la poesía, que es la ciencia más imperfecta y por eso es ciencia, porque
experimenta con todo: con el infinito, con la muerte, con la eternidad, con la
mortalidad, con ella misma y con el amor, ese asunto que roza, toca o entra en
el alma humana y de los animales que no son humanos también.
Por eso la poesía
afirma y niega, pero sobre todo descubre. Es la única ciencia que tiene en el
amor la esencia para construir emociones felices, poco felices o nada felices,
relajos, silencios y gemidos, pero sobre todo refleja los cielos, los duplica y
tiene en el cuerpo amado la mejor fórmula para salir adelante, siempre y cuando
el poema esté bien organizado en cuerpo y alma. De lo contrario, sería un
adefesio. Un poema amoroso es siempre un riesgo, pero en el caso de Caupolicán
Ovalles se hizo gracia y belleza, imaginación y locura. Como debe ser para que
pueda ser un poema amoroso.
Por eso los cielos
en la poesía son muchos. Y los amores también. Aunque en algunas ocasiones hay
amores que se quedan en un solo poema (o en un libro) y se convierten en un
clásico, porque de alguna manera alguien tiene que escribirlo para que el
lector también sea un clásico. Y ese es –de nuevo- el caso de Ovalles: es un
clásico porque ha regresado del pasado, del olvido y se ha erigido en una totalidad
literaria que tiene muchos seguidores. Y hasta imitadores.
Admitamos que “De
un cielo a otro cielo/ Cielo de Cuba” es un poema que provoca imitarlo. Provoca
plagiarlo, provoca seguirle los pasos hasta el lecho donde reposa con la amada
o hasta la ventana donde ambos amantes se asoman para descubrir los cielos, el
mar y la ciudad que los cobija.
El horario de
escritura tiene su hora. Ovalles escogió el momento, el tempo preciso para hacerle tiempo al amor. A sus amorosos momentos
de amor. Y comenzó a escribir:
“Son las 6 y 35:
Yo abro el papel/
en blanco para verte/ y la tarde/ y este cielo de La Habana/ entra como un
danzón/ y bailamos.// Seis y treintaicinco besos de la tarde/ para el cielo de
los ojos de Rosario”.
Nombra con
sinestesia, con diversos sentidos. Y ella es la mirada del cielo. El mismo
cielo que miran o evocan sus ojos. Matemática horaria y erotismo: reloj y carne
en un poema que hace del tema amoroso una cuenta y muchos riesgos, porque el
amor es lo más peligroso a que pueda ser sometido un verso.
Estos amorosamente
alocados, adolescentemente escritos, sirven de juego para convencer y llevar a
la cama –o a la ventana- a quien los oiga. Son poemas para enamorar, para
despachar un trago y leerlos en voz alta, muy cerca de quien también bebe.
Y como son poemas
enamorados, enamoran. Ya está dicho: hacen que otros se enamoren, caigan a los
pies del texto y citen el mismo texto como si se tratara de una declaración de
amor.
6.-
El erotismo hecho
imagen. La imagen configurada: “Tú abres el cielo/ y llegas acostada en el
horizonte”, dice con toda su alegría Caupolicán en “Seis y cuarenta y cinco
besos”, como dando la hora con la boca, saliva y respiración. Y luego, en “Seis
y cincuenta y siete nubes” asciende: el cuerpo de la amada, besada es ahora un
orgasmo cósmico, viajero:
“El barco pasa/ y
la ciudad queda/ en el barco que pasa”, después de haber sudado el amor y mirar
por la ventana el lomo del mar mientras El malecón de La Habana es golpeado
insistentemente por las olas, por la carne que la amada ha dejado en su nombre.
Y así, en un continuo hacer en el lecho, “Seis y cincuenta y ocho eneros y
nardos”, y la ebriedad singulariza tiempo y flor, símbolos inequívocos de un
breve reposo, mientras “la brisa y el cielo bajarán/ en los ojos del aire/ de
mi amor que pasa”.
Son otras las horas
que llegan con los cuerpos uncidos. Pasa un barco, pasa el tiempo, no pasa
ella, queda Rosario en su nombre y en el poema, en el amoroso lenguaje que
habita tempo y topus (“el lugar más allá de los cielos”): el paisaje de una ciudad
que cuenta con dos espacios infinitos en los que dos amantes se hablan y se
dicen y se leen y se escriben, y el poeta –por su parte- confiesa:
“Yo que vengo de
verbos/ entro en ese mar de voces/ que buscan un hilo de palabras”.
Y:
“De un cielo a otro
cielo de Cuba/ yo ando buscando/ yo vengo buscando/ en uno y otro cielo/ el
orden secreto de tu cuerpo”.
Y lo encuentra. Lo
ama, lo escribe y lo describe:
“Los huesos de mi
amada/ son de yerba que canta”.
Y.
“Cuerpo de coral
negro/ tú eres (…) Ven cabellera negra/ y cántame”.
El poema amoroso
termina enamorado de quien baila y canta, de la mulata que sueña y se estira en
el lecho, que hace de las horas poemas y de la ciudad un homenaje.
El poema amoroso es
el mismo poeta. El poeta amoroso.
Los cielos no han
cambiado, siguen allí. La ciudad se derrumba.
Quedan los versos,
queda el silencio: los cuerpos en uno solo.
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