Saturday, October 20, 2018

PAPIROS AMOROSOS de Eugenio Montejo


Crónicas del Olvido por Alberto Hernández—

foto:EdVanDerElsken
I
Vocación secreta llama Antonio López Ortega el afán heterónimo de Eugenio Montejo. Tal afirmación continúa su paso sereno por varios libros que el autor de Adiós al siglo XX ha dejado en, por ejemplo, El cuaderno de Blas Coll, pero más allá del carácter múltiple de esta personalidad poética, Montejo es el poeta de la densidad, el escritor que ha fijado, con ojo profundamente interior, los trazos de una pasión que no necesita de adornos para imponerse. A este ritmo, rostros y nombres bajo la duda si se trata del Otro que lo empuja a decir para ser el que tantas veces se repite en tonos disímiles, Eugenio Montejo escribe Papiros amorosos, su primer libro dedicado a tan espinoso tema, en el que quien entra no sale ileso, por muchas las marcas que ha dejado en la escritura y en el alma.

Publicado en España por la editorial Pre-textos, los lectores venezolanos sentíamos su ausencia. Finalmente, Bigotteca, hermosa aventura de la Fundación Bigott, nos lo entrega para beneplácito de quienes sólo lo conocíamos de oído ajeno.

Y si esa vocación secreta forma parte de una misión, como deja escrito López Ortega, ciertamente nuestro poeta ha hecho un recorrido en el que cada libro es un incendio, la perfección de ese adentro medido con la sensibilidad de quien sabe que el mundo no es sólo saberlo allí sino descubrirlo, ocultarlo y entregarlo con el sonido de su precisa expresividad.

II
Papiros amorosos es el libro del cuerpo amado, del cuerpo tocado, presentido. Es el libro del cuerpo de mujer, el que anda en el otro, el que entra y sale del cuerpo de quien lo nombra y lo acerca. De los cuerpos que se buscan y se encuentran, pero también de los que se alejan en el desencuentro. “Cuerpo que pasas con el tiempo dentro,/ henchido de horas en las venas,/ de incontables minutos llenándote la manos/ para asir tu deseo”. Tiempo y deseo, ambos en la propiedad de quien lo dice y lo define.

En este poemario, Montejo se desnuda frente al otro cuerpo, el cuerpo que, ajeno, pasa a ser de quien lo desea y ubica en el tiempo. Libro intemporal, Papiros amorosos verbaliza el amor en el papel, es el tomo de un viejo tema que en nuestro autor resulta novísimo, ajustado a la permanente aventura del deseo hecho voz.

El cuerpo es una constante. En todos los poemas está o al menos su referencia. En Montejo no hay amor si no hay cuerpo: de la materia carnal emerge el espíritu, el tocado, el capaz de sudar y habitar bajo la bóveda celeste y perderse en su efímera esencia. “Sólo quise estar vivo para amarte/ en la tierra veloz. Aquí, a tu lado,/ siguiendo el vuelo de esta esfera que gira/ detrás de un sol demasiado remoto./ Sea lo que alcance el tiempo que nos dieron/ los dioses o el azar, sea lo que quede/ de lumbre en nuestra lámpara indecisa,/ mi deseo está aquí, no en otro mundo,/ junto a tus manos, tus ojos y tu risa,/ junto a los árboles y el viento/ que acompañan tu paso por el mundo./ Sea quienquiera que apure las estrellas/ y nos haga nacer o desnacer,/ sea quienquiera que junte nuestros cuerpos,/ aunque no dure nada este relámpago/ y la tierra veloz nos borre el sueño”.

III
El lector de Papiros amorosos siente que el sujeto amado se desplaza ante los ojos. Es un nombre que no se dice y recorre las páginas como calles bajo la lluvia. Es un cuerpo en un paisaje interior, abrigado por los elementos. “En otro cuerpo va mi amor por esta calle,/ siento sus pasos debajo de la lluvia,/ caminando, soñando, como en mí hace ya tiempo.../ Hay ecos de mi voz en sus susurros,/ puedo reconocerlos...”

Quien habla, el que escribe, es sujeto del cuerpo del sujeto amoroso. Y es, también, imagen del mundo, dentro y fuera de él. “Cuerpo lleno de barcos”, de viajes, de miradas. Cuerpo que se aleja a lugares extraños, desconocidos.

Preocupa al amante el cuerpo ajado, la vejez, la pérdida de la belleza que sólo es eterna un instante. “La vejez de la carne es la peor máscara/ que los dioses nos tejen./ Con invisible estambre y rueda fría,/ con su nocturna aguja irrefutable,/ sin percatarnos, casi de puntillas,/ voz y cuerpo nos cambian...”.

Papiros amorosos se nos antoja un solo poema, un solo cuerpo a través del papel. Cuerpo que desemboca en un “solo amor”, anillado a la necesidad de no dejarlo ir. “Un solo amor para salvarlo todo,/ lo que se fue, lo que ha partido y ya no vuelve,/ los naufragios que emergen del olvido/ y nos persiguen al fondo de algún sueño...”.

Y si es cuerpo, “polvo enamorado”, como dijo el otro del amor hispano universal, también un solo poema para decirlo, colmarlo de tiempos y lugares, pese a su ubicuidad, en un sueño, en la derrota, el polvo, la angustia, los sollozos, “lo que nació para no ser y fue un instante”. Así, con todo el cuerpo y todos los adentros.





Monday, September 3, 2018

La aventura de un matrimonio, Italo Calvino

Antonio Donghi, La canzonettista, 1925
—cuento completo,
Los amores difíciles, 1970—

El obrero Arturo Massolari hacía el turno de noche, el que termina a las seis. Para volver a su casa tenía un largo trayecto que recorría en bicicleta con buen tiempo, en tranvía los meses lluviosos e invernales. Llegaba entre las siete menos cuarto y las siete, a veces un poco antes, otras un poco después de que sonara el despertador de Elide, su mujer.

A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos de él al entrar, se superponían en la mente de Elide, alcanzándola en el fondo del sueño, ese sueño compacto de la mañana temprano que ella trataba de seguir exprimiendo unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba repentinamente de la cama y ya estaba metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacíos del bolso que llevaba al trabajo: la fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero. Ya había encendido el calentador y puesto el café. Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.

En cambio, a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se abrazaban. Arturo llevaba el chaquetón impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía, o había niebla o nieve, según lo húmedo y frío que estuviera. Pero igual le decía: “¿Qué tiempo hace?”, y él empezaba como de costumbre a refunfuñar medio irónico, pasando revista a los inconvenientes que había tenido, empezando por el final: el recorrido en bicicleta, el tiempo que hacía al salir de la fábrica, distinto del que hacía la noche anterior al entrar, y los problemas en el trabajo, los rumores que corrían en la sección, y así sucesivamente.

A esa hora la casa estaba siempre mal caldeada, pero Elide se había desnudado completamente, temblaba un poco, y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, con más calma, se desvestía y se lavaba también, lentamente, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos junto al mismo lavabo, medio desnudos, un poco ateridos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón, el dentífrico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces, frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban abrazados.

Pero de pronto Elide:
—¡Dios mío! ¿Qué hora es ya? — y corría a ponerse el portaligas, la falda, a toda prisa, de pie, y con el cepillo yendo y viniendo por el pelo, y adelantaba la cara hacia el espejo de la cómoda, con las horquillas apretadas entre los labios. Arturo la seguía, encendía un cigarrillo, y la miraba de pie, fumando, y siempre parecía un poco incómodo por verse allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el pasillo, se daban un beso, abría la puerta y ya se la oía bajar corriendo las escaleras.

Arturo se quedaba solo. Seguía el ruido de los tacones de Elide peldaños abajo, y cuando dejaba de oírla, la seguía con el pensamiento, los brincos veloces en el patio, el portal, la acera, hasta la parada del tranvía. El tranvía, en cambio, lo escuchaba bien: chirriar, pararse, y el golpe del estribo cada vez que subía alguien. “Lo ha atrapado”, pensaba, y veía a su mujer agarrada entre la multitud de obreros y obreras al “once”, que la llevaba a la fábrica como todos los días. Apagaba la colilla, cerraba los postigos de la ventana, la habitación quedaba a oscuras, se metía en la cama.

Italo Calvino. Foto:laRegione.ch
La cama estaba como la había dejado Elide al levantarse, pero de su lado, el de Arturo, estaba casi intacta, como si acabaran de tenderla. Él se acostaba de su lado, como corresponde, pero después estiraba una pierna hacia el otro, donde había quedado el calor de su mujer, estira la otra pierna, y así poco a poco se desplazaba hacia el lado de Elide, a aquel nicho de tibieza que conservaba todavía la forma del cuerpo de ella, y hundía la cara en su almohada, en su perfume, y se dormía.

Cuando volvía Elide, por la tarde, Arturo cabía un rato que daba vueltas por las habitaciones: había encendido la estufa, puesto algo a cocinar. Ciertos trabajos los hacía él, en esas horas anteriores a la cena, como hacer la cama, barrer un poco, y hasta poner en remojo la ropa para lavar. Elide encontraba todo mal hecho, pero a decir verdad no por ello él se esmeraba más: lo que hacía era una especie de ritual para esperarla, casi como salirle al encuentro, aunque quedándose entre las paredes de la casa, mientras afuera se encendían las luces y ella pasaba por las tiendas en medio de esa animación fuera del tiempo de los barrios donde hay tantas mujeres que hacen la compra por la noche.

Por fin oía los pasos por la escalera, muy distintos de los de la mañana, ahora pesados, porque Elide subía cansada de la jornada de trabajo y cargada con la compra. Arturo salía al rellano, le tomaba de la mano la cesta, entraban hablando. Elide se dejaba caer en una silla de la cocina, sin quitarse el abrigo, mientras él sacaba las cosas de la cesta. Después: —Arriba; un poco de coraje — decía ella, y se levantaba, se quitaba el abrigo, se ponía ropa de estar por casa. Empezaban a preparar la comida: cena para los dos, después la merienda que él se llevaba a la fábrica para el intervalo de la una de la madrugada, la colación que ella se llevaría a la fábrica al día siguiente, y la que quedaría lista para cuando él se despertara por la tarde.

Elide a ratos se movía, a ratos se sentaba en la silla de paja, le daba indicaciones. Él, en cambio, era la hora en que estaba descansado, no paraba, quería hacerlo todo, pero siempre un poco distraído, con la cabeza ya en otra parte. En esos momentos a veces estaban a punto de chocar, de decirse unas palabras hirientes, porque Elide hubiera querido que él estuviera más atento a lo que ella hacía, que pusiera más empeño, o que fuera más afectuoso, que estuviera más cerca de ella, que le diera más consuelo. En cambio, Arturo, después del primer entusiasmo porque ella había vuelto, ya estaba con la cabeza fuera de casa, pensando en darse prisa porque tenía que marcharse.

La mesa puesta, con todo listo y al alcance de la mano para no tener que levantarse, llegaba el momento en que los dos sentían la zozobra de tener tan poco tiempo para estar juntos, y casi no conseguían llevarse la cuchara a la boca de las ganas que tenían de estarse allí tomados de las manos.

Pero todavía no había terminado de filtrarse el café y él ya estaba junto a la bicicleta para ver si no faltaba nada. Se abrazaban. Parecía que sólo entonces Arturo se daba cuenta de lo suave y tibia que era su mujer. Pero cargaba al hombro la barra de la bici y bajaba con cuidado la escalera.

Elide lavaba los platos, miraba la casa de arriba abajo, las cosas que había hecho su marido, meneando la cabeza. Ahora él corría por las calles oscuras, entre los escasos faroles, quizás ya había dejado atrás el gasómetro. Elide se acostaba, apagaba la luz. Desde su lado, acostada, corría una pierna hacia el lugar de su marido buscando su calor, pero advertía cada vez que donde ella dormía estaba más caliente, señal de que también Arturo había dormido allí, y eso la llenaba de una gran ternura.

FIN