Rubén Darío Carrero
@vuelapalabra
El 16 de julio de 1942,
los nazis, ya instalados en Paris, organizaron la “Redada del Velódromo” (mejor
conocida por los franceses como la grand rafle du Vél' d’Hiv). Allí, en este
velódromo, situado en el decimoquinto distrito de París, irían a parar los
judíos franceses antes de ser enviados a otras ciudades y dirigidos más tarde a
los campos de exterminio que la Alemania nazi tenía en el Este de Europa. Alrededor
de 75.000 judíos murieron en la deportación. Esto no tiene ninguna importancia.
Ese mismo año, fue
publicado la primera edición de “De parte de las cosas” (Le Parti pris des
choses), aquel libro de prosa perfecta y metáfora invariable escrito por un poeta
desertor del surrealismo Francis Ponge y editado por Gallimard. Pero esto no
tiene ninguna importancia.
54 años después, en
enero de 1996, el Gobierno venezolano comienza a recibir las primeras ofertas
de empresas privadas para explotar petróleo en suelo venezolano. La licitación
le fue dada al consorcio formado por Mobil, Veba Öl y Nippon Oil.
En mayo de ese mismo
año, en la avenida Las Mercedes, en Caracas, abre sus puertas el primer Subway
en Venezuela.
Unos meses más tarde, la
otrora editorial multinacional, Monte Avila Editores, publica una versión en
castellano de Le parti pris des Choses (De parte de las cosas) con traducción y
presentación de Alfredo Silva Estrada. En la presentación, Silva Estrada
escribe: “La ética-estética pongiana supone, casi tácticamente, una continua
lucha contra el temor a la muerte, contra el temblor, contra el horror, y, en
cada texto, también supone una victoria parcial, una reiterada afirmación de
vida”. Esto no tiene ninguna importancia.
Es 2019, Octubre,
estamos en Maracay, Venezuela, son las 4.15pm, y a pocas cuadras de un cuartel
un niño se cae de su bicicleta, pero esto no tiene ninguna importancia.
Estamos, ahora, en un
país secuestrado por el crimen organizado internacional, por el partido
socialista, por el socialismo, que no es más que la experiencia de la muerte.
Los escuadrones para-policiales y para-militares imponen el temblor y el horror
a los ciudadanos venezolanos y un período especial de hambre, secuestro, toques
de queda y redadas (Rafle du Vel d´Hiv).
Esa maldita baratija
histórica que algunos periodistas de la televisión en el año 2000 comenzaron a
llamar “chavismo”, hoy, con las mismas técnicas de los nazis, ha echado las
bases para construir lo que quizás es el campo de exterminio más grande de la historia
de la humanidad: Venezuela, 916.445 kilómetros cuadrados para el exterminio.
Pero esto, repito, no tiene ninguna importancia.
Hoy es 16 de Octubre.
Esta mañana me levanté a las 5 y 45, caminé descalzo de la cama al lavamanos,
me miré al espejo (hoy no tengo ganas de afeitarme, me dije) y me cepillé los
dientes con una pasta dental turka. Me miro la frente, el ceño, los labios, la
mandíbula de meses y la barba imperfecta en el espejo.
Vuelvo sobre mis pasos
del baño con baldosas negras a la habitación y luego del comedor a la cocina
(todavía descalzo). Ya en la cocina preparo café, y mientras hierve el agua
(todavía tengo los parpados y las manos dormidas) unto mantequilla fría sobre
una rebanada de pan, y así, sin gestos, me llevo el pan a la boca con café sin
azúcar.Esto no tiene ninguna importancia.
Lo que quiero es hablar
de un poeta: Alberto Hernández. Hoy, en medio del temblor y el horror, el poeta
vuelve su espíritu a la parcialidad y a la llaneza de las palabras, para
decirnos: Tenemos que amar a las cosas.
Un poeta, nuevamente
frente a la experiencia de la muerte, supone “una victoria parcial, una
reiterada afirmación de vida”.
Alberto Hernández
publica un libro de poemas, Objetos poemados/Poemas sin objeto, editado por
Dirtsa Cartonera.
Lo primero que tiene que
decirse sobre este libro es que su edición ya es una poética. Estos libros son
hechos a mano, con la paciencia de un monje en el trópico. El libro tiene un
aura acuñada en cada ejemplar (lo de "aura acuñada" es de Walter Benjamin).
40 ediciones hechas a mano, 40 portadas diferentes, diseñadas con materiales
nobles de un arte hecho en casa. Tener este libro es un acto de amor. En 20,
30, 40 años, al volver a este libro, al volver sobre sus colores, sobre su
textura y sobre su ingenio, nos encontraremos a nosotros mismos en la memoria,
en este instante, en la experiencia de un objeto que no puede ser reproducido
otra vez, un objeto que solo podrá pertenecer a quien lo tiene en sus manos.
Este es un objeto auténtico. Este libro es un doble testimonio, el del editor y
el del poeta: Un testimonio sobre la poesía en tiempos de penuria, sobre la
vida en Venezuela a comienzos del siglo XXI, sobre el arte de hacer libros con
cartón, sobre la creación y la voluntad en este tiempo de nosotros, el tiempo
de la muerte, pero también el tiempo del espíritu, que nuevamente, hoy, aquí,
más temprano que tarde, se impondrá sobre el sable.
Esa es la parcialidad
del poeta: el espíritu.
Y Alberto Hernández, con
la difícil sencillez que caracteriza su obra, en este libro, divide al espíritu
en dos sustancias: Por una parte, el objeto y, por otra, la mudez del objeto.
De allí el título y la estructura del libro: Objetos poemados/Poemas sin
objeto.
El objeto
En la primera parte,
Objetos poemados, una serie de poemas se centran en el mundo real de las cosas,
haciéndonos ver objetos de la casa, del día a día, del entorno, del ambiente,
que poco a poco se transforman en metáfora o imagen alucinada. El poeta vuelve
a la cotidianidad, al objeto, y transforma, por ejemplo, la cerrazón del día,
en una botella.
En la primera parte del
libro el objeto poético se transforma en verso y este en prosa sublunar de la
noche retórica. Ese es el ánimo de todos los poemas de este libro, la
transformación del objeto en ritmo vital del poeta: Una cerradura es un asunto
de los pulmones, una llave es el reencuentro con el yo, una página es un símil
que se resiste, la casa es el ojo mágico de la puerta y un candado es la
esperanza.
Por otra parte, la imagen
alucinada, paradójicamente, reposa una sobre otra, por ejemplo: el pan aparece
en los ojos de un pescado. La metáfora (el recurso retórico que priva sobre
todos objetos de este libro) expone una vida sensible y mítica, pues, todo
aquello que es materia del mundo sensible tiende al mito. En el caso de estos
poemas, el mito es el mito de la transformación que poco a poco se va haciendo
leyenda personal sin exageraciones, sucursal del instinto en la precariedad de
un mercado de provincia, formalismo de la imaginación sin adjetivos, fantasía
fisiológica sin obsesiones y costumbrismo experimental del Borges sin la
ceguera y sin las paradojas de Pascal.
Alberto Hernández
alucina con una lucidez casi sentenciosa que hace recordar al Borges de 24 años
con su ensayo "El tamaño de mi esperanza" debajo del brazo. Así,
Hernández, donde ve una pared, ve un fantasma con un cordón umbilical que se
alimenta del friso y de las palabras nocturnas. De la misma manera, una columna
en medio de su habitación es un pellejo antiguo y flagelado.
El poeta alucina con
cierto aire metafísico comprometido con la circunstancia.
La mudez del objeto
La segunda parte del
libro, Poemas sin objeto, está
conformada por poemas quietos en una prosa poética recortada en forma de
alejandrinos y encabalgamientos que nos dejan casi sin aliento, o que en todo
caso, reclaman estar en un libro de cuentos. En esta segunda parte hay un aire
de los Poemas Burgueses, otro libro de Hernández, donde el poeta este se burla del poder y sus rigores
dialecticos, para escribir, en medio de la grandilocuencia de los ministros y
verdugos, un poema a las galletas oreo.
Sin embargo, la actitud
del poeta sigue siendo la misma: El desenfado y la cortesía.
Estos poemas son poemas
a las abstracciones, poemas materialistas dedicados a la sombra, a la luz, a la
penumbra, a la orilla, al silencio, a los pasos, al sueño, a la altura, a la
hondura, todas ellas entidades que tienen una vida en el mundo real, en el
mundo psicológico y en el mundo del lenguaje.
Aquí, las cosas parten
de lo inasible, la ilusión, la ilusión de un gobierno de las cosas, la ilusión
de los días, la ilusión del destino que, según Alberto Hernández, “sabe a fruta
de otro planeta”.
Esta sensación de lo
inasible, la mudez del objeto, es la realidad del poeta. La poesía es una incapacidad
de hablar con las cosas y Alberto Hernández, en esta segunda parte del libro,
transforma esa incapacidad en reflexión sobre la pasión, la eternidad, el
olvido y los recuerdos. En esas reflexiones impera cierto buen humor y con ese
buen humor confronta la mudez del objeto hasta que este habla y calla.
Así se nos describe una
batalla cotidiana contra el gel para el cabello y contra todos los demás
enemigos de la pupila.
El espíritu y el
encierro
Al final de la primera
parte de este libro ya sabemos que el poeta vive en un edificio.
Alberto Hernández mira
al techo de su apartamento y dice (o escribe) “Se vive bajo un cielo portátil”.
Este verso, a mi parecer, es y será materia para el estudio de futuros críticos
y literatos que se den a la tarea de revisar qué fue de la poesía en Venezuela
a principios del siglo XXI. En este verso se expresan, a mí modo de entender,
dos principios: 1) El espíritu es pensamiento, tal cual como lo afirma la
tradición griega. 2) El espíritu es un pequeño gimnasio mental, miniatura
infinita y musculatura del universo en la memoria, tal cual como lo afirma la
tradición poética venezolana fundada por Rafael Cadenas. Pero, y pienso que
esto es una advertencia de Alberto Hernández, el espíritu también es encierro,
engaño, precariedad, soledad portátil.
El cielo, soledad y el
fracaso de la modernidad
Después del fracaso de
la modernidad en Venezuela y todo lo que ello trajo consigo, el ciudadano (me
gusta pensar que el discurso de un poeta también es un producto político) intenta
hacer las paces con el encierro y así, en esa "íntima conciencia asustada
de su propia e inhumana trascendencia" (el verso es de Paz Castillo), el
poeta escucha el dictado de la casa y reflexiona.
En el poema titulado El
techo, el cielo, el verdadero, la bóveda celeste, es una ilusión. El poeta
prefiere quedarse en su apartamento como
Edgar Allan Poe hace 150 años, pero mientras el poeta de Massachusetts es
testigo del surgimiento de la modernidad Occidental y en su encierro pelea con
un cuervo, con una sombra o con una muchacha muerta, el poeta de Guardatinajas,
en medio de las ruinas de esa misma modernidad, ve en el techo de su
apartamento las manchas provocadas por las lluvias, un goteo amarillento, un
blanco y azul desconchado en las paredes y todas las consecuencias de la
destrucción y el abandono provocado por el fracaso político y económico de la
modernidad en Venezuela, que se refleja hasta en los espejos de la casa. Bajo
ese techo, en ese mismo encierro que es la modernidad (o el fracaso de la modernidad)
el poeta ya no pelea con proyecciones o infatuaciones, el poeta pelea con su
familia. Si la aparición de la multitud, la luz eléctrica y el panóptico
(fenómenos de la modernidad) lleva al poeta a un conflicto con el yo, la
aparición de la muchedumbre hambrienta, los apagones de luz y la destrucción de
la ciudad, lleva al poeta a un conflicto con la familia. Alberto Hernández dice
que el techo es un cielo portátil (en el fracaso de la modernidad, el cielo se
transforma en techo) para luego describir una pelea familiar que va y viene.
Alberto llama al conflicto con la familia "las navegaciones bajo la
cama".
La narración de la
sonrisa
Aquí me detengo para
expresar un dato importante: en este poema, El techo, se nota, de una manera
flagrante, la renuncia del poeta Hernández a la técnica narrativa, a la
descripción pura, a cierto naturalismo que late en todo el libro, pero que en
cada uno de los poemas se va convirtiendo en el uso del surrealismo. Subrayo:
en el uso del surrealismo. Es curioso que, al igual que Ponge, el antecesor más
importante del objetivismo, Hernández venga de la experiencia y las enseñanzas
del surrealismo. En Ponge, el cambio ocurre, pienso, para huir del temblor y el horror de la
segunda guerra mundial. El poeta se refugia así en la esencia concreta del
lenguaje, en "el mundo mudo", y abandona todo el escándalo de la
imaginación para buscar refugio en la práctica de la literatura como un intento
de decirlo todo a partir del detalle. (Ponge hace una descripción del
albaricoque de 3 páginas). En Ponge todo parece ser un cambio de catecismo. En
Alberto Hernández, todo parece una sonrisa. Hay en su poesía, desde la Mofa del
musgo, una necesidad de reír o de descubrir la risa en las cosas (la mofa del
musgo) y para ello el poeta no teme hacer usos de toda su experiencia, de todos
sus estudios, de todas las vanguardias, de toda las lecciones aprendidas, de
todo lo visto, de toda su vida, de todos los silencios, de todos los objetos.
Aldaba o el sueño de las
cosas
Los últimos poemas de la
primera parte se abren al campo. Las cosas son otras. La cosa ya no es un
zapato, la cosa ya es una suela. Ahora estamos a ras de la tierra. El poeta de
Guardatinajas, el niño de Guardatinajas, toma la mano de este hombre seco de
carnes, cruzan el puente y se van de ese apartamento maracayero a un paisaje de
carretas y aldabas. Precisamente me detengo en este poema, el último poema de
la segunda parte, Aldaba, donde quizás encontramos el fin de todos los poemas
de este libro:
“Dicen que las cosas no
sueñan
yo afirmo desde mi
encierro que lo hacen
para distraernos de
nuestras tragedias”.
El poeta confiesa y
confirma que escribe para distraerse de la realidad, pero asumiéndola, para
decirnos con ella que las cosas están a nuestro alcance, como la vida, y que
debemos tomarnos en serio el instante, todos los instantes, y que la realidad
está allí porque podemos percibir el sueño de las cosas.
Los versos finales
Un encuentro del poeta
frente a la muerte, que ya no es la misma, porque ocurrió hace 100 años, porque
no llegó a tiempo y ahora la podemos ver con la condescendencia del hombre del
campo frente a sus recuerdos. Pero no es tan fácil, la muerte no es una jaula
fácil, la muerte, dice el poeta Alberto Hernández, “es un cuerpo dorado contra
el hierro oxidado de mi celda”. De allí una última advertencia: "La muerte
se arrancó del portón".
Estos poemas son
ejercicios de la mirada, la mirada del poeta, del lector y del ciudadano,
porque esta segunda parte es una vuelta a la ciudad, dónde la cosas no cambian
si no están. En el poema La mirada, Alberto Hernández, descubre que la mirada
no está, pierde su vigor y se transforma en cosa, en simulación, para que así
se cierren los párpados y el mundo desaparezca. Este es un intento del poeta en
hacerse modestia de la cosa y no la cosa, en convertirse en la ausencia del
mundo y no en el mundo.
Eso es lo que deja el
mundo: aire metafísico. A propósito de una imagen del mundo, Roland Barthes
decía que "la mirada es la erección del aire". Esta imagen de Barthes
lleva consigo una pregunta que es música en mis oídos: ¿Pero la erección del
aire penetra, fecunda? Estas son las cosas que pasan con la poesía, a mitad de
un poema tienes al mundo y Rollan Barthes discutiendo sobre lo visible, y en
esta ocasión, en este libro de Alberto Hernández, el poeta responde sin más
pretensiones, con la misma modestia de la materia: "La mirada... Podría
desvanecerse ante un glaucoma".
Al leer este verso, que
es un hallazgo típico del espíritu y de los mejores poetas, se aviva la
memoria, y para mí, que padezco del Síndrome del Objeto Brillante, es
inevitable recordar las famosas últimas palabras de Goethe: Lux, Lux, Lux, parece
que dijo en latín mientras abrían una ventana. Luz, luz, luz. Luego aparece
otro objeto brillante en el patio de mi cabeza y es inevitable recordar las
palabras de Pessoa en su lecho de muerte: "¿Dónde están mis lentes?".
Este contrapunto azaroso, brilloso y memorioso me permite dilucidar un sentido
común en estos poemas: La modestia.
Frente a la grandiosidad
simulada de cualquier espíritu, que siempre termina siendo absoluto y
autoritario, la modestia se hace poeta.
Alberto Hernández, con
su "cielo portátil", pregunta a su médico por su glaucoma, por sus
lentes, por sus cosas, por la vida.
¿Será esa modestia una
poética o una práctica de la literatura? Eso es lo que se ha propuesto Alberto
Hernández, captar la realidad con modo, con meditación, con merodeo, moderado,
con cuidado, con trato, con cura, frente al “caos gozoso” (el concepto es de
Hermann Broch), cuando nada es malo y nada es bueno, cuando todo es malo y todo
es bueno, cuando la realidad es excesiva y las palabras son pesadas, pesadas y titánicas,
pues, entre ellas media el autoritarismo cotidiano de la propaganda pegada
entre la ruinas de la ciudad venezolana destruída y abandonada. Cuando todo es,
en definitiva, miseria y penuria del espíritu, la realidad es captada si te sometes
al hecho, al molde, al modo, al brillo de lo que sucede. El poeta se hace
conservador para cuidar al objeto y a la palabra de la destrucción y la
desaparición de todo lo que se conoce, y así mismo le cierra las puertas del
lenguaje y del espíritu a la tautología del autoritarismo progresista del autor
y al fasci di combattimento.
Ante las órdenes, los
mandatos y el dictado en los velódromos y en las carnicerías, ante este
paisaje, Alberto Hernández escribe: "Es ilusión el texto, es ilusión quién
escribe".
El poeta desaparece.
Solo nos queda el poema.
Pienso que la obra
poética de Alberto Hernández enseña a hablar sin autoridad.
¿Esto es importante? Sí,
sí lo es.