He aquí algunos de los secretos de la taxidermia. Me los contó un
taxidermista en estado de euforia, entre el primero y el cuarto whisky, cuando
se ha dejado de ser cauteloso y todavía no se está borracho. Estábamos sentados
en su guarida, exactamente en la biblioteca, que era a la vez sala de estar y
comedor. Una cortina de cuentas la separaba, por lo que al sentido de la vista
se refiere, del maloliente rincón donde ejercía su oficio.
Estaba sentado en una hamaca y, con los pies, en los que llevaba puestas, a
modo de sandalias, las reliquias sagradas de un par de zapatillas, daba
golpecitos a los carbones que no ardían bien o los quitaba de en medio
poniéndolos sobre la chimenea, entre la cristalería. Los pantalones, dicho sea
de pasada pues no tienen nada que ver con sus triunfos, eran del más horrible
amarillo de tela escocesa, de los que hacían cuando nuestros padres llevaban
patillas y había miriñaques en el país. Además tenía el pelo negro, la cara
rosada y los ojos de un marrón fiero, y su chaqueta consistía fundamentalmente
en grasa sobre una base de pana. La pipa tenía una cazoleta de porcelana con
las Tres Gracias, y llevaba siempre las gafas torcidas de forma que el ojo
izquierdo, pequeño y penetrante, le fulminaba a uno desde su desnudez, mientras
que el derecho aparecía oscuro, engrandecido y suave a través del cristal.
Se expresaba en los siguientes términos:
—No hubo jamás un hombre que disecara como yo, Bellows, jamás. He disecado
elefantes, he disecado polillas, y todo lo que he disecado parecía mejor y más
animado que al natural. He disecado seres humanos, principalmente ornitólogos
aficionados, aunque también disequé una vez a un negro. No, no hay ninguna ley
que lo prohíba. Lo hice con todos los dedos extendidos y lo utilicé como percha
para sombreros, pero ese tonto de Homersby tuvo una pelea con él una noche, ya
muy tarde, y lo estropeó. Fue antes de que nacieras. Es muy difícil conseguir
pieles, si no haría otro.
«¿Desagradable? No lo creo. A mi entender, la taxidermia es una prometedora
tercera alternativa a la inhumación y a la cremación. La gente podría mantener
a su lado a los seres queridos. Chucherías de ese tipo distribuidas por la casa
harían tan buena compañía como la mayor parte de la gente, y mucho más barata.
Se les podría poner mecanismos para que hicieran cosas. Por supuesto habría que
barnizarlos, pero no tendrían que brillar más de lo que mucha gente brilla por
naturaleza. La cabeza calva del viejo Manningtree… De todos modos, se podría
hablar con ellos sin que interrumpieran. Incluso las tías. La taxidermia tiene
un gran futuro por delante, ya lo verás. Están también los fósiles…»
De repente se quedó en silencio.
—No, creo que no debería contarte eso -chupó pensativo la pipa-. Gracias,
sí. No demasiada agua. Desde luego, se entiende que lo que te cuente ahora no
saldrá de aquí. ¿Sabes que he hecho algunos dodos y una gran alca? ¡No!
Evidentemente no eres más que un aficionado a la taxidermia. Mi querido amigo,
la mitad de las grandes alcas que hay en el mundo son tan auténticas más o
menos como el pañuelo de la Verónica, como la Sagrada Túnica de Tréveris. Los
hacemos con plumas de somormujo y cosas así. ¡Y también los huevos de la gran
alca!
—¡Santo cielo!
—Sí, los hacemos de porcelana fina. Te aseguro que merece la pena. Llegan a
valer… uno llegó a trescientas libras justo el otro día. Ése era realmente
auténtico, según creo, pero desde luego nunca se está seguro. Es un trabajo muy
fino, y posteriormente hay que envejecerlos porque ningún poseedor de estos
preciosos huevos comete jamás la temeridad de limpiarlos. Eso es lo bonito del
negocio. Incluso cuando sospechan de un huevo no les gusta examinarlo demasiado
detenidamente. En el mejor de los casos es un capital tan frágil…
«No sabías que la taxidermia alcanzara semejantes cimas. Pues, amigo mío,
las ha alcanzado mayores. Yo he rivalizado con las manos de la mismísima
Naturaleza. Una de las grandes alcas auténticas —su voz se convirtió en un
susurro—… una de las auténticas, la hice yo.
«No. Tienes que estudiar ornitología y descubrirlo por ti mismo. Es más,
una agrupación de comerciantes me ha planteado poblar con especímenes uno de
los inexplorados islotes rocosos al norte de Islandia. Quizá lo haga… algún
día. Pero en estos momentos tengo otra cosita entre manos. ¿Has oído hablar del
Diornis?
«Es uno de esos grandes pájaros que se han extinguido recientemente en
Nueva Zelanda. Comúnmente se les llamamoa, justo porque están extinguidos: no
hay ningún moavivo. ¿Comprendes? Bueno, se conservan huesos, y en algunas
marismas han aparecido incluso plumas y fragmentos secos de la piel. Pues bien,
yo voy a… bueno, no hay por qué ocultarlo, voy a falsificar un moa disecado
completo. Conozco a un tipo por ahí que pretenderá haberlo encontrado en una
especie de ciénaga antiséptica y dirá que lo disecó inmediatamente porque
amenazaba con hacerse pedazos. Las plumas son muy peculiares, pero he logrado
un método sencillamente maravilloso de trucar trozos chamuscados de pluma de
avestruz. Sí, ése es el nuevo olor que has notado. Sólo pueden descubrir el
fraude con un microscopio y difícilmente se molestarán en hacer pedazos un
bonito espécimen para eso.
«De esta manera, como ves, aporto mi empujoncito al avance de la ciencia.
Pero todo esto es pura imitación de la Naturaleza. En mi carrera profesional he
hecho más que eso. La he… vencido.»
Quitó los pies de la chimenea y se inclinó confidencialmente hacia mí.
—He creado pájaros -dijo en voz baja—. Pájaros nuevos. Mejoras. Pájaros
jamás vistos.
En medio de un silencio impresionante recobró su postura.
—Enriquecer el universo, realmente. Algunos de los pájaros que hice eran
clases nuevas de colibríes, y eran animalitos muy bonitos, aunque alguno era
simplemente raro. El más raro creo que fue el Anomalopteryx Jejuna. Del latín
jejunus-a-um, vacío, se llamaba así porque realmente no tenía nada, era un
pájaro totalmente vacío, salvo el disecado. El viejo Javvers es el que lo tiene
ahora, y supongo que está casi tan orgulloso de él como yo mismo. Es una obra
maestra, Bellows. Tiene toda la estúpida torpeza de tu pelícano, toda la
solemne falta de dignidad de tu loro, toda la desgarbada delgadez de un
flamenco con todo el extravagante conflicto cromático de un pato mandarín. ¡Qué
pájaro! Lo hice con los esqueletos de una cigüeña y un tucán, y un montón de
plumas. Para un verdadero maestro en el arte, querido Bellows, esa clase de
taxidermia es puro gozo.
«¿Que cómo se me ocurrió? De manera bastante sencilla, como ocurre con
todos los grandes inventos. Uno de esos jóvenes genios que nos escriben Notas
Científicas en los periódicos se hizo con un folleto alemán sobre los pájaros
de Nueva Zelanda, y tradujo parte de él a base de diccionario y de sentido
común —con lo poco común que es este sentido—, y se hizo un lío con el Apteryx
vivo y el Anomalopteryx extinto. Hablaba de un pájaro de cinco pies de altura
que vivía en las selvas de la Isla del Norte, raro y asustadizo, cuyos ejemplares
eran difíciles de obtener, y cosas así. Javvers, que incluso como coleccionista
es una persona terriblemente ignorante, leyó esos párrafos y juró que
conseguiría el ejemplar a cualquier precio. Acosó a los comerciantes con
pesquisas. Eso muestra lo que puede hacer un hombre persistente, el poder de la
voluntad. Ahí estaba un coleccionista de pájaros jurando que conseguiría un
espécimen de un pájaro que no existía, que nunca había existido, y que a causa
de la mismísima vergüenza de su propia y blasfema inelegancia probablemente no
existiría en estos momentos de haber podido impedirlo. Y lo consiguió. Lo
consiguió.
«—¿Un poco más de whisky, Bellows?» —preguntó el taxidermista despertándose
de una pasajera contemplación de los misterios del poder de la voluntad y de
las mentes de los coleccionistas. Y una vez llenados de nuevo los vasos,
procedió a contarme cómo había montado la más atractiva de las sirenas, y cómo
un predicador ambulante que no podía atraer a la audiencia por culpa suya la
hizo pedazos en Burslem Wakes diciendo que aquello era idolatría o algo peor.
Pero como la conversación de todas las partes implicadas en esta transacción,
el creador, el presunto conservador y el destructor no es uniformemente
adecuada para la publicación, este jocoso incidente debe permanecer sin
imprimir.
El lector no familiarizado con los tortuosos procedimientos de los
coleccionistas puede que se incline a dudar de mi taxidermista, pero por lo que
respecta a los huevos de la gran alca y los falsos pájaros disecados me he
encontrado con que tiene la confirmación de distinguidos escritores de
ornitología. Y la nota sobre el pájaro de Nueva Zelanda ciertamente apareció en
un periódico matinal de inmaculada reputación, pues el taxidermista tiene un
ejemplar que me ha enseñado.
FIN