—por Alberto Hernández—
Pasa muchas veces
que nos dejamos llevar por los personajes de novelas apellidadas negras. Aunque
con las otras, blancas o amarillas, pasa lo mismo, pero con las primeras somos
realmente sujetos de cuidado en permanente riesgo. En ocasiones nos ponemos una
gabardina, unos lentes oscuros y nos convertimos en personajes y andamos como
avispas en la calle y hasta en la misma casa. Metemos la nariz en todas partes
y bajamos un párpado para indagar cómo meter la llave en una cerradura o ver
por el ojo mágico si la tierra ha girado a favor nuestro.
Bueno, los
detectives privados. Sí, esos sujetos que suelen sabérselas todas, que antes
del crimen ya saben quién es el homicida o buscan en todos los rincones de la
psicología, gracias a la excelencia o no de sus creadores. Ellos, los
detectives, han superado a los novelistas porque los nombres de los escritores
se nos borran para dar paso a la acción y destrezas de quienes ambulan por la imaginación
y luego son páginas que atrapan o no a los lectores.
Larga es la lista
de títulos dedicados a este género que tuvo a Edgar Allan Poe como a uno de sus
incitadores o iniciadores, sino el primero al menos el más visible, porque
desde que el mundo es mundo, han existido los investigadores, a los que antes
llamaban fisgones, espías, metiches, mirones, lazarillos, chismosos,
acosadores, también soplones, etc. Claro, cuando nació el género cambiaron de
pose y ahora son detectives, investigadores con chapa, corbatica y todo lo
demás —con la excepción de Columbo, que andaba desaliñado—, y se codean —y
hasta se pelean— con los policías de uniforme y con los mismos agentes
oficiales que son los detectives pagados por el gobierno. Aunque en estos
tiempos caóticos podrían ser calificados con otros nombres, tanto aquí como en
otros lares. A esta hora, Julian Assange, quien se pasó y ahora vive su propia
novela negra.
2.-
No me afano por
fechas de aparición, saltitos cronológicos o necrológicos. No. Los nombro como
la memoria me dicta, si es que la memoria dicta algo.
Le sigo los pasos a
Johnny Dalmas, quien Raymond Chandler creó para sus cuentos, mientras Philip
Marlowe recorre la ruta de sus novelas. Siempre al filo de cualquier cuchillo,
Marlowe es digno representante del investigador que mantiene su nariz bien
limpia.
Chester Himes nos
acerca a Ataúd Johnson y Sepulturero Jones, un par que se las trae, mientras
Lew Archer le da brillo al talento de Ross MacDonald.
Acodados en una
esquina, como quien no quiere la cosa, Thomas Chastain, Henry Fowles y Bill
Adler hacen el trío que B.J. Grieg inventó para todos los lectores fanáticos de
este tipo de aventuras literarias. El género de la tensión nerviosa, para unos.
Para otros, el género, que dicen menor, pero cómo les gusta.
No podía dejar de
mencionar al gran Simenon, quien se ata los zapatos mientras inventa las
peripecias y desventuras de Maigret. El escritor más prolífico, como la señora
Agatha Christie y su imponderable Poirot.
Por su parte,
Ellery Queen se deja llevar por Barney, y Sam Spade, desde su recorrido por las
amarillas páginas que frecuenta Dashiell Hammett lo somete a seguir siendo
parte relevante de su maltés halcón. Lo secunda Nick Charles, quien mira desde
lejos los pasos de los que tantos que faltan en esta lista de detectives
privados.
Investigadores que
algunas veces terminan investigados.
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